La sicóloga y escritora Carolina Fernández nos trae un nuevo cuento clásico al revés. En él se habla de la excesiva relevancia que los progenitores damos al aspecto de los pequeños (y no solamente los progenitores, la sociedad normalmente). Una bonita historia sobre lo que hay que valorar de veras, y sobre la relevancia de inculcar a nuestros pequeños ese amor y respeto por uno mismo y con lo que de veras somos.
Bella y Bestia
Había una vez en un lejano pueblo de altos, frondosos y verdes árboles una joven que vivía con su padre. A nuestra joven le encantaba jugar en aquellos árboles tan altos desde el momento en que era una pequeña, correr y caminar por los bosques y leer grandes historias de príncipes y princesas.
Todas esas cosas que tanto le agradaban no las acostumbraba a compartir con absolutamente nadie. El motivo era que cuando aquella pequeña empezó a medrar, su pelo se le encrespó y se le puso de punta, la cara se le llenó de granos y su cuerpo comenzó a coger más kilogramos y músculos de lo que el resto de pequeñas habituaba para su edad. Su padre trató de hacerla mudar y le insistía en que debía hacer algo si deseaba tener amigos y amigas. Afectuosamente le llamaba Bestia. A ella no le importaba mucho tener ese aspecto, mas su padre insistía una y otra vez:
– Hija, debes hacer algo con tu aspecto, de esta forma tan fea no le gustarás a absolutamente nadie.
– Mas papá, me da lo mismo. Todo eso no me impide hacer las cosas que más me agradan, con lo que voy a proseguir siendo precisamente igual.
Pero Bestia llevaba bastante tiempo escuchando aquellos consejos y ya estaba cansadísima. No comprendía por qué razón era tan esencial para la gente y le apenaba meditar que era la única parte que la gente podía ver de ella.
A Bestia le encantaba salir con su caballo por el bosque: se sentía ella misma, era al fin libre y podía jugar y correr reposadamente. Una de las cosas que más le agradaba era sentir la mirada del bosque sobre ella: era una sensación mágica… daba la sensación de que aquellos grandes árboles iban acompañándola en su camino, tal y como si le saludasen y sonriesen. Bestia pensaba lo fantástico de esas plantas y seres que no la juzgaban por su aspecto. El bosque podía ver la persona que era .
Una tarde de invierno, Bestia estaba con su caballo por el bosque cuando algo ocurrió. El caballo de Bestia vio una víbora, se amedrentó mucho y salió al galope por el bosque. Bestia empezó a tener temor pues se estaban distanciando y comenzaba a obscurecer. Mientras que se sujetaba fuerte a su montura para no desplomarse, le susurraba:
– Sosegado chaval, vamos no te distancies tanto, tranquilo…
El caballo fue recobrando la calma mas ya era tarde. No sabían dónde estaban y el sol se había oculto. Bestia proseguía atemorizada mas reunió coraje para confiar en que todo saldría bien y tal vez fue esa confianza lo que les asistió, pues de manera rápida percibieron un castillo en la distancia que podría ser su salvación para esa noche.
Nunca había visto aquel sitio, era un castillo muy bello. Lo que Bestia no sabía es que la persona que habitaba aquel castillo era más bella todavía.
Bestia llamó a la puerta y no podía opinar lo que veía, era la persona más hermosa que nunca hubiese visto. Tenía los pelos refulgentes y del color del chocolate, un cuerpo fuerte, una cara bella y unos ojos brillantes. Exactamente aquellos ojos fueron lo que más llamó la atención de Bestia, en tanto que mostraban considerablemente más belleza que ninguna otra cosa. La joven, sintió de súbito que con mirarle a los ojos ya conocía a aquel chaval con el que ni tan siquiera había hablado todavía. Se puso tan inquieta que no le salían las palabras:
– Bu…bu…buenas noches siento la… la… las molestias. Me he perdido en el bosque, no tengo donde ir, mi caballo y estamos asustados y no sé…
Aquel chaval la interrumpió:
– No afirmes más, apacible, esta noche la pasáis acá.
Bestia no podía opinar lo agradable que era aquel chaval, tanto que no fue una sino más bien muchas las noches y los días que pasaron juntos en aquel castillo. Montaban a caballo, corrían por el bosque y leían cuentos de príncipes y princesas. Resultó que a aquel bello chaval le agradaban exactamente las mismas cosas que a Bestia, era ameno y muy simple estar juntos, se comprendían con solo mirarse. Se dieron cuenta que se parecían en muchas cosas, aun en aquella en la que parecían más distintos: el aspecto.
– Me chifla sentirme precioso, mi madre siempre y en todo momento me reñía por mirarme y pasarme horas peinándome en el espéculo, me afirmaba que un chaval tan presumido no iba a agradar a absolutamente nadie.
– Vaya, qué extraño, mi padre me reñía por no ser presumida.
Y de esta forma Hermoso y Bestia descubrieron que los dos habían sufrido por lo mismo: no dejarles ser de qué forma deseaban ser . Hermoso y Bestia en ese instante se confesaron lo mucho que se agradaban y lo mucho que les agradaría proseguir compartiendo tantas cosas juntos. Les agradaba mirarse el uno al otro y hallar lo mejor de cada uno de ellos. Se miraban y se agradaban tal y de qué forma eran. Ninguno deseaba mudar al otro.
De este modo Hermoso y Bestia prosiguieron teniendo exactamente el mismo aspecto, Hermoso prosiguió preocupándose por ser muy bello y Bestia prosiguió sin preocuparse por no serlo. Y además de esto, los 2 prosiguieron siendo curiosos, audaces, entretenidos y listos. Prosiguieron compartiendo y gozando de los bosques, los caballos y los cuentos. Y al fin lograron sentirse felices pues se sentían admitidos el el uno por el otro.
Y además de esto, la mamá de Hermoso y el papá de Bestia asimismo aprendieron algo muy importante: daba igual de qué forma eran sus hijos por fuera, lo esencial, es que fuesen felices por la parte interior.