“Hace unos siglos, en un rincón del Reino de Prusia, vivía una pequeña princesa elegida por el destino para transformarse en el más grande monarca de su época: Zarina de todas las Rusias, la habitual como Mesalina del Norte”
Inspirada muy libremente los diarios de Catalina II de Rusia (1729-1796), The Scarlett Empress es, todavía hoy, una obra que llama la atención por la audacia y radicalidad de sus planteamientos estéticos. Una película de un barroquismo expresionista que deriva en cuadros guiñolescos, de escenarios recargados recorridos por interminables travellings y fastuosos movimientos de grúa en los que lo grotesco y la desmesura edifican una atmósfera de pesadilla, a ratos terrorífica y a ratos hilarante, y donde Sternberg nos ofrece además la que es, desde mi método, la conveniente actuación de una Marlene Dietrich que consigue transmitir a la perfección la evolución de su personaje, desde la cándida ingenuidad de la joven princesa obligada a contraer matrimonio con el Colosal Duque de Rusia, “el hombre más apuesto de toda la corte rusa, esbelto y con la constitución de un dios griego” (la mirada expectante, de ojos colosales, intentando comprender entre la inmensidad de las estancias palaciegas la figura del que habrá de convertirla en Zarina, deviniendo por último atónita frente la presencia del monstruoso heredero – fotograma 1), hasta la calculada perversidad con la que actuará una vez en el poder (“No temáis por mí. Ahora mismo que aprendí como espera Rusia que me comporte estoy a gusto aquí”).
Ya desde el comienzo de la película Sternberg hace alarde de una aptitud visual abrumadora: convaleciente en cama, y después de protestar tímidamente por los proyectos de sus padres sobre su futuro (“No quiero ser una reina. Quiero ser bailarina”), la joven princesa escucha de uno de sus tutores, como si de un cuento infantil se tratara, la narración de las atrocidades cometidas por los zares Pedro el Grande e Iván el Terrible, episodios que observamos recreados a través de un carrusel de estilizadas imágenes de la barbarie que culminarán con el chato de un cautivo utilizado como badajo de una colosal campana que Sternberg encadena con la imagen de la joven princesa columpiándose alegremente en el jardín de palacio (elocuente imagen del inexorable destino de crueldad al que se va a comprender sentenciada la protagonista).
Después de un riguroso y duro viaje de la mano del emisario de Rusia, el apuesto conde Alexei (John Lodge), la princesa Sofía llega frente la emperatriz Elizabeth Petrovna (Louise Dresser), con cuyo sobrino, el repulsivo e idiota Duque Pedro (Sam Jaffe), la personaje primordial debe casarse para asegurar la continuidad de la dinastía. Desde la llegada de Sofía a palacio, los episodios grotescos, delirantes, se suceden sin tregua: desde la inspección física de la joven princesa (a quien un médico mira sin ningún miramiento y frente todos los presentes el electrónico genital para descartar algún posible inconveniencia), hasta la nauseabunda escena del banquete de boda (un increíble travelling a lo largo de una mesa rebosante de comida que los comensales devoran sin ningún comedimiento – y que hace sospechar sin lugar a dudas en una escena muy semejante de Avaricia, de Stroheim – fotograma 2), pasando por instantes tan alucinantes como el del Duque Pedro espiando a la personaje primordial en su alcoba a través de un orificio en la pared que hace con el acompañamiento de un gigantesco berbiquí (que dará lugar a uno de los planos más espectaculares de la película, el de la personaje primordial observando alucinada la imagen del ojo del personaje de un cuadro perforada por la punta del colosal taladro – y aquí es obligado denominar también al Buñuel de Un chien andalou – fotograma 3).
Todas las secuencias son un verdadero prodigio de planificación y escenográfico: el gigantesco trono con forma de águila de la Emperatriz; la secuencia de la boda de Sofía con el Colosal Duque, iniciada con un portentoso movimiento de cámara que parte de un chato de la Emperatriz en su palco para sobrevolar el espacio hasta el altar, y que culminará con una extraordinaria cadencia de planos cada vez más cerrados de las furtivas miradas que se cruzan el conde Alexei y la princesa Sofía (a partir de este momento, rebautizada como Catalina Alexina); las inmensas puertas y escalinatas de barandas formadas por un ejército de malvadas gárgolas (fotograma 4); los planos de la princesa a través de un velo o de un cortinaje produciendo un sugerente efecto de trama (sugiriendo temor, reserva o reclusión, según el momento); Catalina abrazando al teniente Dmitri (Gerald Fielding) y, al aceptar que caiga el broche del conde Alexei (despechada después de sorprenderle en la alcoba de la Emperatriz), el encadenado con el chato de las campanas tañendo para celebrar el nacimiento del bastardo heredero (imposible narrar más y mejor de manera más fácil y efectiva); las increíbles imágenes del ejército leal a la Emperatriz Catalina ascendiendo las escalinatas de palacio para tomar el poder tras la desaparición de Elizabeth Petrovna (fotograma 5); o el asesinato del Colosal Duque a manos del Capitán Orloff (Gavin Gordon), acción que queda oculta tras la negra silueta de un gigantesco crucifijo; son sólo numerosos de los numerosos instantes de este auténtica obra maestra que Sternberg nos ofrece con la formas de un deslumbrante y arrollador festín visual.
David Vericat
© cinema primordial (septiembre 2016)