Resumen del cuento Cuento de El reloj dorado

Esta semana traemos un tanto de magia en nuestro Cuento a la vista y os contamos la historia del señor Rafael y su enorme reloj dorado. Quizá no os habéis preguntado jamás quién controla los horarios de trenes, quién hace que lleguen pronto, tarde o bien precisamente a su hora toda esa compilación de trenes. Puesto que el día de hoy vamos a descubrir que es merced a ese reloj dorado.

Aquí os dejamos esta historia de puntualidad, mas asimismo de amor y de lealtad. ¡Qué la gocéis!

El reloj dorado

En la estación de trenes jamás faltaba a su cita el señor Rafael. ¿A quién aguardaría horas y horas mirando su enorme reloj dorado?

Los pequeños del distrito siempre y en toda circunstancia se reían del señor Rafael: ¡era tan extraño! Iba siempre y en toda circunstancia vestido de punta en blanco, tal y como si fuera a una boda, mas a una boda que hubiese tenido sitio hace muchos muchos años. Y es que el señor Rafael siempre y en toda circunstancia llevaba un muy elegante sombrero de copa, unos bigotes puntiagudos y unas lentes redondas que le cubrían media cara.

Un día, el señor Rafael, al ver a los pequeños reír, se aproximó con su reloj dorado y su bastón de madera.

Aunque no lo creáis, mi función es la estación es esencial. Sin mí, los trenes jamás saldrían ni llegarían puntuales.

El señor Rafael les contó que a lo largo de décadas había dado cuerda a todos y cada uno de los relojes de la estación, y que mismo se encargaba de supervisar que los trenes saliesen precisamente a su hora: ni un minuto ya antes, ni un minuto después.

– Y para eso ¿precisa ir tan muy elegante?
– No, voy tan muy elegante por el hecho de que estoy aguardando a alguien, mas eso es otra historia, pequeños. Ya os lo voy a contar cualquier día. Lo que sí puedo deciros es que este reloj dorado es mágico. Él controla el tiempo y hace que todo funcione.

Pero los pequeños, evidentemente, no creyeron ni una palabra de lo que les contó. Ahora todo estaba automatizado, y los trenes, tan modernos y veloces, no precisaban que absolutamente nadie controlara los relojes de la estación y mucho menos un viejo reloj dorado.

– Lo que le pasa al señor Rafael es que está un tanto mal de la cabeza.
– Mas, ¿va a ser verdad eso de que está aguardando a alguien?
– ¡Puesto que si es cierto llega con muchos años de retraso!

Verdad o bien patraña, la estación de trenes de aquel sitio alardeaba de ser la única en todo el país donde ningún tren había llegado nunca con retraso.

Verdad o bien patraña, el señor Rafael siempre y en toda circunstancia asistía muy elegante y sonriente y siempre y en toda circunstancia se iba con la cabeza inclinada, considerablemente más triste que por las mañanas.

Así ocurría día a día hasta el momento en que una mañana, de uno de los trenes que llegaba de la costa, se bajó una extraña anciana. Llevaba un vestido blanco hasta los pies y una frágil sombrilla que escondía su cara llena de arrugas. ¿A dónde va a ir esta mujer tan extraña? Se preguntaron sorprendidos los pequeños de la estación.

Pronto supieron la contestación. La mujer de blanco se aproximó con paso apacible hasta el banco de la estación en el que día a día, el señor Rafael miraba inquieto su reloj dorado.

Ninguno de los 2 afirmó nada, mas los dos se abrazaron con mucho cariño.

– ¿Me llevas a tomar un chocolate con churros, Rafael? – preguntó con coquetería la mujer de blanco.

Y los dos se distanciaron sonrientes por la estación, para sorprendo de los pequeños que siempre y en toda circunstancia incordiaban al señor Rafael.

Al día después el señor Rafael, con su reloj dorado, no apareció por la estación.
Y a partir de entonces, los trenes jamás volvieron a llegar puntuales.