El cuento a la vista de esta semana en Pequeocio no habla de hipopótamos bailarines, ni de conejos sin orejas, sino más bien de una farola un tanto perezosa, que prefiere quedarse durmiendo cuando el resto de sus compañeras empieza a trabajar. Eso nos pasa a muchos de nosotros…¡seguro!
La historia de esta farola viene de hace mucho, bastante tiempo. Nació de una redacción del instituto de cuando era solo una pequeña, como muchos de . Con el tiempo, la farola dormilona cambió de forma, mas la idea de aquel cuento infantil nacido sobre un pupitre de escuela continúa. Con el tiempo, además de esto, se completó con la hermosa ilustración de Raquel Blázquez. Y quedó lo que quedó, esta historia sobre el día y la noche, y sobre la función que todos tenemos en la vida. ¡Espero que os guste mucho!
Cuento de «La farola dormilona»
Las farolas, como buenas farolas, trabajaban de noche y dormían por el día. Cerraban sus ojos cuando llegaba el sol, y dormían a lo largo de horas. Después, cuando empezaba a obscurecer, los ojos de las farolas, llenos de luz, se encendían para alumbrar las calles.
Así era su vida y a todas y cada una les agradaba vivir así: de noche, en calles vacías, con toda la urbe durmiendo y la luna en lo más alto encabezando el cielo. A todas y cada una menos a una. Vivía en un parque de la urbe y la llamaban la farola dormilona por el hecho de que se pasaba la noche durmiendo y por el día, cuando absolutamente nadie precisaba de su luz, se sostenía encendida y refulgente. Sus compañeras se pasaban el día regañándola:
– ¡Como prosigas de esta forma terminarán por meditar que estás deteriorada!
– No te das cuenta de que tu función es estar encendida por la noche…
– Claro, por el día no eres más que un gasto de electricidad superfluo.
La farola dormilona sabía que sus amigas llevaban razón, mas no podía evitarlo. A ella le agradaba estar lúcida de día, cuando la calle estaba llena de gente y de actividad, cuando los pájaros cantaban alegres y los pequeños corrían por el parque.
– Mas es que la noche es tan aburrida… Jamás pasa nada, ni nadie…
Hasta que un día llegó al parque un viejo búho. Se había escapado del bosque por el hecho de que sus ojos cansados ya no podían ver en la obscuridad como anteriormente.
– Vete a la ciudad – le habían dicho sus amigos –. Allá siempre y en toda circunstancia hay luz, aun de noche.
Así que el viejo búho había cogido sus posesiones, pocas, la verdad, puesto que no era animal de amontonar cosas, y había llegado hasta el parque donde vivía la farola dormilona. Como era su costumbre, durmió todo el día y de noche, al abrir los ojos, se halló con aquella cálida luz de las farolas. Tan feliz estaba con aquel brillo que dejaba ver a sus ojos gastados, que se puso a aullar.
Todas las farolas se pasaron días comentando la belleza y peculiaridad de aquel canto del búho, tan diferente a lo que habían escuchado hasta ese momento. Todas y cada una, menos la farola dormilona…
– ¿Y de verdad es tan extraño ese canto?
– Es increíble, deseo que llegue la noche solo para oírlo.
– Mas, ¿ese tal búho no puede cantar por las mañanas?
– No, si deseas escucharlo deberás quedarte lúcida de noche, como todas las otras.
Tanto le picó la curiosidad a la farola dormilona, que la próxima noche, en contra de su costumbre, continuó con sus 2 ojos lumínicos abiertos. Era la primera vez que se quedaba lúcida y le sorprendió la belleza de la luna, el sonido de los grillos entre los arbustos y sobre todo, aquel canto profundo del viejo búho.
A la mañana siguiente estaba tan fatigada, después de haberse mantenido lúcida tantas horas, que no le quedó más antídoto que dormir y dormir. Hasta el momento en que llegó la obscuridad y sus ojos se abrieron para alumbrar la noche.
Y de esta forma, día a día. Noche tras noche. Absolutamente nadie volvió a llamarla la farola dormilona.