Elegir a un actor o actriz para un papel que no se ajusta a sus características físicas o a sus visibles características interpretativas es un recurso muy en boga en el cine contemporáneo (en el que algún actor de prestigio no es lo muy valorado hasta que no haya encarnado a un personaje para el que le haya sido importante ganar o perder sesenta quilos, o que esté a las antípodas de los papeles más característicos de su filmografía) pero muy menos en el cine clásico, en donde las considerables estrellas no tenían ningún complejo en encarnar en todo momento un mismo prototipo de personaje (sin que esto restara ni un ápice de su calidad), recurso con el que nos ahorraban toda una secuencia de prolegómenos de presentación de los individuos primordiales (puesto que ya los reconocíamos según el intérprete que les diera vida) para aceptar al escritor de guiones pasar directamente a la acción.
Hay no obstante algunos casos remarcables, como el de James Stewart, que se apartó de su característico personaje del perfecto-americano-de-clase-media en sus trabajos con Hitchcock y, más que nada, en sus cinco colaboraciones con Mann, encarnando la cara más oscura del héroe en el western. La situacion de Jack Lemmon en Días de vino y rosas es de algún forma considerable, por cuanto su trabajo supondrá prácticamente la única incursión en el género dramático a lo largo de su etapa más importante, dominada en su integridad por los individuos de comedia. Exactamente, en el instante de arrancar el papel del alcohólico Joe Clay, Lemmon venía de cosechar sendos éxitos a manos de Billy Wilder en Con faldas y a lo loco (1959) y El apartamento (1960 – comedia agridulce esta última, pero comedia al fin y al cabo), algo que sin lugar a dudas Blake Edwards tuvo presente para elegirle como el personaje escencial de esta desgarradora narración sobre alcoholismo que es Dias de vino y rosas. Y pasa que resulta difícil no acordarse al empleado de oficina C.C. Baxter en la secuencia donde Joe Clay intenta hacer las paces con Kirsten Arnesen (Lee Remick) en un ascensor sospechosamente parecido al que comandaba la cándida Fran Kubelik en El apartamento (fotograma 1); o al contrabajista de Con faldas y a lo loco corriendo una alocada danza maracas en mano con la imagen de Clay simulando un striptease hasta hacer verse numerosos botellas de ginebra frente su ya mujer Kirsten.
Evidentemente, si Edwards juega la partida de hacer interpretar el papel de Joe Clay al tantas oportunidades entrañable y entretenido Jack Lemmon es para que cuando le observemos fuera de sí, arrastrándose sobre el barro en busca de una única botella de ginebra hasta romper el invernadero de su suegro, Ellis Arnesen (Charles Bickford), sintamos de la forma más directa viable el golpe al estómago que nos propinan las imágenes (fotograma 2). Nuestra composición dramática de la película juega esta misma partida, con una sección primera más próxima a la comedia (no sin elementos que van anunciando de forma cada vez más aparente el infortunio que se avecina, como son los varios planos en los que resaltan en primer término vasos y botellas) y una segunda, más que nada desde la citada secuencia del invernadero, totalmente abocada a la catástrofe (una división que ya queda precisamente expuesta en el explícito letrero original de la película).
Y si Lemmon sale airoso del reto (con una actuación que consigue omitir a lo largo de en todo momento el histrionismo, sin importar algunos instantes indudablemente proclives a ello), cabe poner énfasis todavía más si cabe el trabajo de una extraordinaria Lee Remick que ofrece a su personaje una fabulosa gama de matices (de la dureza a la fragilidad, y de ahí a la enajenación, la cólera, la soledad y el desamparo) en su lúgubre tránsito hacia el alcoholismo. Cuesta admitir a la joven de ojos brillantes a lo largo de el recorrido nocturno en el que recita los versos que sirven de título a la película (“Largos no son los días de vino y rosas: de un nebuloso sueño hace aparición nuestro sendero y se pierde en otro sueño” – fotograma 3) en la Kirsten que yace semiinconsciente, totalmente alcoholizada, en la sucia habitación de un motel (fotograma 4); y más todavía en la de la desoladora y última secuencia de la película. Un final inundado de amargura que, según se ve, el mismísimo Jack L. Warner pretendió suavizar pero que, a través de un repentino viaje de Lemmon a París (de acuerdo con el director y para imposibilitar precisamente el rodaje de algún secuencia alternativa) Edwards consiguió garantizar así como había sido al inicio concebido.