Resumen de la película El caballo de Turín

“La verdad es que en la vida del hombre no pasa totalmente nada”, desoladora aseveración de Samuel Becket que suscribiría sin reparos nuestro amigo Tarr, que ha recibido prejuiciosos e infundados golpes de un área de la crítica que desgraciadamente no sabe lo que se pierde.

No me consta que Cioran le apasionase el cine, pero pienso que haría buenas migas con el cineasta húngaro. Amargo escepticismo, lucidez, visión del absurdo y compasión por los más débiles son los recurrentes denominadores de los dos. Esta inexorable sentencia del increíble pensador rumano comulga a la perfección con el universo de Tarr: “ El hastío es tautología cósmica”.

La aparente distancia entre Beckett y Cioran, sarcásticos y viscerales, con Tarr, es el sentido del humor, inexistente en el director. La pobreza, el horror y el hastío petrifica las miradas, hunde hombros, agacha cabezas, únicamente se trasluce un rictus amargo de estupor mudo. Todo es patético, sombrío y hostil. De hecho la extraña algarabía de los gitanos que descubren el pozo de agua (fotograma 1) acentúa aún más, si cabe, la desdicha de padre e hija (János Derzsi y Erika Bók).

Tarr, alérgico a las comas y los puntos seguidos, filma en largos y cadenciosos planos-secuencia (marca Dreyer) el vía crucis de dos espectrales autómatas, sumidos en una patética rutina de pura supervivencia (fotograma 2). Frente el sin corazón destino, solo queda el gélido silencio y la resignación. Y nosotros, los espectadores, enmudecemos acongojados frente tanto mal sin sentido, frente un mundo sin Dios, sin redención alguna, condenados a existir como este adulto más grande y su hija, aún numerosos de nosotros con el insidioso señuelo de los bienestares (“el exitación no es más que sepa de dolor”, afirma contundentemente Schopenhauer), con el autoengaño, quizás padres de unos hijos que no pidieron ni eligieron nacer, o con frágiles esperanzas que se acostumbran venir abajo con cada contratiempo destacable, presentes mudos del derrumbe de todo lo que nos circunda, engreídos o falsos modestos, parlanchines bufones o hipócritas silenciosos…, “todo es vanidad” (Eclesiastés).

Y sin importar ello, todo colosal arte, como apuntaban Hegel y Schelling, es la forma más elevada y rica de la religión. El nada dogmático Tarr esgrime una plegaria muda y alucinante a un Dios ausente, algo así como un Bergman sin expresiones, un Bresson sin Felicidad redentora, un Ford sin auroras ni un Ethan salvador (en esos encuadres del exterior desde la penumbra interior de la vivienda – fotograma 3).

Y si recurrimos a la imaginería infernal, ríase usted de las tormentas de Turner, de la desolación glacial de un Friedrich, del Nosferatu de Murnau, de los círculos dantescos, de las premonitorias noches shakesperianas, de aquel poblado en media nada de La última película de Bogdanovich; todos ellos no serían más que Paraísos comparados con la cinta de Tarr, donde solo hallo un parangón elogiable con El viento de Sjolstrom, aunque esta última es aún esperanzadora. Hay un chato general en El caballo de Turín de la carreta con el padre y la hija, anegados por la tormenta de viento y polvo (fotograma 4) que ya les encantaría algunos renombrados instructores del expresionismo alemán.

Hay películas que son más que películas, nos transforman , nos cambian para toda la existencia, nos desnudan, nos leen, estaban ahí, se dieron a conocer siempre, como una especide de reminiscencia platónica. Ordet, Vértigo, La evasión, 2001, una Odisea del espacio, Faces… y a este carro sagrado debe engancharse ya El caballo de Turín.

Plegaria muda, blasfemia reprimida (“blasfemar no es más que una forma de comentar con Dios”, afirma nuestro amado Juan de Mairena). Tarr se dirige a un Dios ausente, le pide explicaciones del mal absurdo, de su deliberado silencio, trata de sacarlo de su ofensivo letargo, pero sin usar expresiones altisonantes, sin aspavientos, sin quejas, un Job mudo, solo con el silencio ascético de un cartujo, con la alucinante compasión hacia estos individuos y por esta actitud, sin importar su heterodoxia, está profesando valores del evangelismo católico, un católico sin Dios. Sobra, quizás, la voz en off, innecesaria más que nada en una película de elocuentes silencios.

El colosal arte no es solo la forma más alta de la expresión religiosa, sino que pienso que es lo único que brinda sentido a nuestras vidas por su contenido de promesa (véase la magna obra de Ernst Bloch). Hasta el mismísimo Cioran confirmaba que escuchaba a Bach para curarse de escepticismo o aquello de “Dios se lo debe todo a Bach”, que más allá de ser una blasfemia, es el más grande elogio que se le tiene la posibilidad de hacer a un artista.

Y sin importar ese retorno de lo mismo, de lo absurdo, de la refutación de algún veleidad teleológica en el duro retrato de estos dos individuos, Tarr, sin rencores, deja que ese Dios ausente tenga la última palabra. ¿Hay algo más poético que esta chica, analfabeta, tartamudeando expresiones sagradas?

Aticus
© cinema primordial (abril 2018)
(Reseña original en Filmaffinity)

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Puntuación de Aticus : 10