“Tal vez precisamente por ser tan poco católico, he podido amar el Evangelio y realizar sobre él una película: no tengo las resistencias interiores contra la religión que inhiben a un marxista que haya sido verdaderamente un burgués católico. He podido realizar El Evangelio de esta manera que lo he hecho porque me siento libre y no temo escandalizar a nadie; y, por último, porque siento que la palabra amor (incapacidad de concebir psicológicamente discriminaciones maniqueas, instinto de ir siempre más allá de las prácticas, retando toda contradicción), de la que fué paladín Juan XXIII, debe ser considerada como un deber de nuestra lucha”
Pier Paolo Pasolini (1)
La primera imagen de El evangelio según san Mateo es un primer chato de Maria (fotograma 1), cuyo rostro (en las facciones de Margherita Caruso) nos recuerda increíblemente a la iconografía de la Madonna en el arte espiritual y se contrapone al de un José (Marcello Morante) que nos es comunicado como un hombre común y corriente (el rostro contrariado frente la visión de Maria encinta), completamente distanciado de la imagen estereotipada del personaje (fotograma 2). Esta dualidad entre el recurso a una simbología religiosa oficial (como la utilizada para la figura del arcángel Gabriel) y la visión neorrealista con la que se detallan los escenarios y individuos (todos ellos interpretados por actores no profesionales) va a marcar de manera primordial la aproximación de Pasolini al texto evangélico (algo que se hace aparente también con la utilización de canciones africanas, como la Misa Luba que suena al inicio y en otros pasajes de la película, en contraposición a los extractos de gigantes proyectos de música clásica que oímos en otros momentos). Una dualidad que actúa también en la traslación de los distintos episodios religiosos a la pantalla: aquéllos que relatan los milagros del hijo de Dios, por un lado, y los que nos describen al Jesús revolucionario más próximo a la ideología política del director, por el otro.
Pasolini no rehúye la literalidad del material con el que se enfrenta: señala los milagros directamente y concisa, los recrea en imágenes en la forma más neutra posible (recurriendo a un fácil montaje de plano-contraplano para exhibir al leproso curado, al tullido desprendiéndose de las muletas, o la higuera con sus hojas muertas después de que Jesús toque sus ramas con una vara) para que sea el espectador (ya que él, ateo extremista, es incapaz de hacerlo) el que realize su acto de fe si así lo cree conveniente. En cambio, el director se delata en el retrato de un Jesús (Enrique Irazoqui) que expresa con vehemencia sus postulados más políticamente radicales: “No he venido a traer paz, sino guerra. He venido a batallar al hijo con su padre. A la hija con su madre. A la nuera con su suegra”, declama Jesús justo después de reclutar a sus 12 apóstoles (“Os envío como ovejas en la mitad de lobos. Habéis de ser cautelosos como serpientes y sencillos como palomas”); y desde este momento los episodios en los que oímos al Jesús más combativo contra el poder dominante se suceden sin tregua (“El que no está conmigo está contra mí”; “Los publicanos y las rameras les preceden en el Reino de Dios”; “El que se ensalza será humillado. El que se humilla será ensalzado”…).
Esta vehemencia del personaje en su vertiente más política contrasta con sus inquietudes y debilidades en el instante de asumir su liderazgo espiritual. El Jesús pasoliniano es un Jesús instalado en la no seguridad y que llega a manifestar su flaqueza, tanto a sus apóstoles (“Pedro, Santiago, Juan, venid conmigo, estoy sintiendo angustias mortales”) como a su Dios (“Padre mío, si es posible, aparta de mi este cáliz”), y al que observaremos obligado a dejar que sea otro hombre el que cargue con la cruz en su sendero al calvario por la carencia de fuerzas para llevarlo a cabo él mismo (fotograma 3 – en una imagen completamente alejada a la que nos ofrecería años más tarde Mel Gibson en su recreación del mismo episodio en la espantosa La Pasión de Cristo). Así, paradójicamente y sin proponérselo (desde la distancia de su postulado no creyente), la película otorga una visión del misterio espiritual muy más cercana que algún otra de sus más fervientes ediciones cinematográficas (no en vano el film consiguió, etc, el Colosal Premio del Trabajo Católico del Cine).
Película construida alternando primeros planos de rostros y gigantes planos generalmente de panoramas. Los rostros de los tres reyes, en el episodio de la adoración; la cara de Jesús, bañado en lágrimas al abarcar la noticia de la ejecución de Juan Bautista (fotograma 4); el de Maria, ya anciana, bajando la mirada llena de tristeza al sentirse ignorada por su hijo (“¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?”). Los panoramas de colosales y áridas llanuras, de laderas volcánicas y de babélicas localidades excavadas en la tierra arcillosa de agrestes montañas (fotograma 5). Apoyado en la prodigiosa paleta fotográfica de Tonino Delli Colli, y sirviéndose de los pobladores y escenarios reales de la indómita Sicilia (lugar de rodaje de la mayoría de la película), Pasolini recrea con su personalísimo estilo el paisaje humano y geográfico de una Judea que no resulta tan alejada de los arrabales de la Roma por la que transitaba el personaje primordial de Accattone. En expresiones del director: “Necesitaba siempre una referencia a la vida de hoy, tal es así que nada fuera restaurado históricamente, sino siempre referido a nuestra experiencia histórica. No el pasado enmascarado de presente, sino el presente enmascarado de pasado. De ese modo, para los soldados romanos durante la predicación de Cristo en Jerusalén tuve que pensar en la Celere* y para los soldados de Herodes antes de la matanza de los inocentes tuve que pensar en la canalla fascista. José y la Virgen fugitivos me los sugirieron los prófugos de varios dramas análogos de todo el planeta moderno” (1)
David Vericat
© cinema primordial (Abril 2017)
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* Nombre de la sección de intervención rápida de la policía italiana
(1) Pier Paolo Pasolini, una vida. Nico Naldini