Hay algunos puntos en la obra de Mamoulian para Paramount que ponen en la picota algunos sitios recurrentes frívolamente aceptados en la bibliografía cinematográfica. Por ejemplo cosas, que la cámara dejó de moverse a comienzos del sonoro, una de las superiores falacias que cunden sobre el cine; dado que, al contrario, es esa una de las épocas del medio donde los movimientos de cámara son más persistentes y patentes. O también, que el cine clásico americano tendió, prácticamente todo él, a realizar invisible la forma en detrimento de una narración transparente (vamos, a resguardarse en los infaustos Métodos de representación instritucional de Noël Burch); lo cual es otra falsedad, tantas son las películas, de hecho, en el Hollywood clásico por lo general, y en la prodigiosa primera mitad de los años treinta en particular (mucho antes de la arribada de Welles), que exhiben en primer término, diríase de hecho que alardean de ellos, los elementos formales cinematográficos. O en el final, que Universal alumbró la primera edad de oro del cine fantástico; lo cual, si cuantitativamente es visible, no es así cualitativamente, como refrenda que todas las proyectos maestras del género de los años treinta sean ajenas a la productora: El malvado Zaroff (1932) y King Kong (1933), ámbas de Ernest B. Schoedsack, son producciones RKO; La parada de los monstruos (Tod Browning, 1932), un film MGM; Vampyr (C. Th. Dreyer, 1932) es una película europea; y aún queda el más considerable Mamoulian, naturalmente un film Paramount.
Solamente el pasmoso inicio de El hombre y el monstruo desmiente con contundencia las tres especies. En él, la cámara se desplaza profusamente tanto por la mansión de Henry Jekyll (Fredric March) como por las calles de Londres, ciñéndose a la visión del doctor, de forma que todo está registrado, de forma importante antes de que el espectador se haya podido ubicar con el personaje primordial, en planos realmente subjetivos (con la única excepción del corto chato de la llegada del mayordomo a la estancia y de varios cortes que parecen contradecir la iniciativa, ya que Jekyll no puede ver a la partitura y al criado a la vez). Consecuentemente, el espectador, incapaz de identificarse con un personaje que aún no se construyó como tal, no puede omitir entender sobre que lo que tiene frente él son varios movimientos de cámara, así como de que la realidad cinematográfica a la que tiene ingreso se le muestra desde una visión muy parcial y es una representación.
Pero este increíble comienzo no es una mera cabriola de director divo, dado que lo que se va a dirimir en esta obra maestra es precisamente la identidad tambaleante del individuo… o la carencia de ella. Así, el momento más perturbador de la, permítasenos llamarla, obertura es precisamente aquel en que Jekyll se acerca al espejo del vestíbulo, mostrándose por fin su rostro al espectador (fotograma 1); dado que ya que su identidad se reafirme sobre su imagen especular, sobre su reflejo, recomienda tanto la doblez que acecha al personaje como los débiles cimientos que sustentan su identidad. Es más, la mirada apuntada, so explicación del espejo, de forma directa al espectador es una interpelación directa a éste (o si se escoge, Jekyll es el reflejo del propio espectador), de forma que lo que el film va a exhibir no es la escisión de un personaje de ficción, sino la naturaleza dual de algún ser humano. De usted mismo.
Otro de los elementos formales bastante atrayentes, se ve ser único de Mamoulian y que choca de frente con algún concepción académica que del cine se tenga, son esas cortinillas que dividen la imagen en diagonal y que, además, se prolongan durante unos largos segundos. Otra vez, el alarde formal tiene una profunda justificación, dado que señalan a la idea de escisión, de oposición entre dos mundos; y por ello, los dos triángulos en los que queda dividida la pantalla señalan a los dos polos que nos constituyen: civilización e instinto (fotograma 2).
Ese demorarse en imágenes significantes también se brinda, en este esplendente y tenebroso Mamoulian, con los fundidos encadenados, que se prolongan muy más de lo recurrente en el cine clásico o, de todos métodos, de algún cine (salvo en la obra de otro inquilino de la Paramount: Sternberg). Mamoulian los utiliza tanto para denunciar la obsesión que corroe al científico fogoso, como pasa con el encadenado estrella de la película ¡de medio minuto de duración!, no otro que el de la pierna de Ivy Pearson (Miriam Hopkins) que se desplaza como un péndulo incitante (fotograma 3), como para dejar constancia de la melancolía que lo atenaza, caso de la ventana lluviosa que se superpone a Jekyll y a su prometida, Muriel Carew (Rose Hobart) al deber postergar su boda.
Los extendidos fundidos encadenados se relacionan con otro de los elementos considerable de la película: la utilización de los símbolos. Lejos de la naturalidad y discreción que solía ser norma en los pioneros americanos, Mamoulian, más cercano en espíritu al expresionismo alemán, acostumbra mostrarlos de una forma aparente, algunas ocasiones culterana, y la mayoria de las ocasiones expresados a través de los memorables decorados de Hans Dreier. Así: esa estatuaria clásica de apolíneos desnudos que apunta a la sensualidad reprimida de Jekyll; o ese guardián del infierno chino del laboratorio, sito junto al espejo que será testigo de la transformación y que preconiza las consecuencias del experimento; o esas velas omnipresentes que parecen acordarse la fugacidad de la existencia…
Hay justa y práctica concordancia en tomar en cuenta El hombre y el monstruo como la conveniente adaptación al cine del relato original de Robert Stevenson, sin importar su relativa infidelidad. Lo que más llama la atención del régimen brindado por los guionistas Samuel Hoffenstein y Percy Heath (que calcaría John Lee Mahin para la pésima versión de Victor Fleming) es que, lejos de sostener la visión moral más larga del original, aquí el desdoblamiento tiene visibles raíces sexuales. Consecuentemente, ese Hyde que pugna por ser libre en el interior de Jekyll, lo que va a realizar es ofrecer independencia a sus deseos reprimidos, ejemplificados en dos incitantes planos: uno, sito hacia el desenlace, muy victoriano, del empeine de Muriel al descubierto; chato que contrasta con el de esa pierna de Ivy que se ofrecía exultante al reprimido (y al espectador); y el otro chato, de gusto rococó (tiene algo de Fragonard), arrolladoramente carnal, de la blanca pechera y los muslos de Ivy asomando entre la lencería, con esa mano de Jekyll que entra en el cuadro mojigata, pero reveladoramente (fotograma 4).
Uno de varios y varios instantes memorables del film tiene lugar durante el asesinato fuera de campo de Ivy por Hyde. Mamoulian lo comienza con un chato medio de la bestia apretándole el cuello a la hermosa, y en la mitad de una agresión, los dos desaparecen por la parte baja de cuadro, mientras la cámara sólo entonces revela exactamente, en clara progresión musical desde los amorcillos que presenciaron el primer beso de la pareja, lo que había tras ellos y siempre había estado oculto por la escenificación o fuera de foco: el grupo escultórico de Eros y Psique, también habitual como Psique reanimada por el beso de Amor, de Canova (fotograma 5), que muestra el ósculo en ciernes entre la pareja marmórea mimando turbadoramente el atisbo de beso que Hyde parecía seguir a prestar, pero cuya armonía neoclásica contrasta con la disparidad romántica del par de carne y hueso.
Llegado a este punto, Jekyll ya se vuelve indistinguible de Hyde, el hombre del animal, y el uno se disuelve en el otro. De ahí, el increíble icono brindado por Mamoulian y Struss de ese machurrón de la persona mutada en negro instinto que acecha al lustre civilizado que encapsula a la exquisita Muriel (fotograma 6). La identidad ha acabado, dado que, embolicándose en una madeja inextricable, donde las fronteras que la delimitaban y definían se han evaporado para siempre; y la espiritualidad capitula frente la barbarie, y la persona acaba degradándose al ello siniestro. Así que poco importa que, en el desenlace, muera Jekyll… o Hyde. En otra densa y inolvidable imagen, mientras la parte de arriba del cuadro la cruzan ominosas cadenas, el caldero, retratado en primer término, continúa hirviendo al fuego, envuelto en llamas (fotograma 7). La libido sigue en ebullición…
Fernando Usón Forniés
© cinema primordial (junio 2018)
(Extracto del análisis “Los estragos del puritanismo: Dr. Jekyll and Mr. Hyde (Rouben Mamoulian, 1931)” comunicado en Capricho cinéfilo)
Puntuación de Fernando Usón Forniés: 10