En el chato final de la magistral Y el planeta marcha (The Crowd, 1928), King Vidor nos enseña al personaje primordial, un personaje obsesionado durante toda su crónica por “llegar a ser alguien”, en el patio de butacas de un teatro, cubierto (y formando parte finalmente) de la multitud de la que había luchado por sobresalir. Veinte años más tarde, el director reitera en El manantial un chato prácticamente idéntico (una multitud aplaudiendo la arenga del mezquino Toohey – Robert Douglas – contra el arquitecto Harold Roark – Gary Cooper – fotograma 1) como contraposición a la imagen del personaje primordial, desafiante y seguro (prácticamente un semidiós), en el majestuoso chato que cierra la película (fotograma 2). Si en The Crowd, el personaje sucumbía frente el poder de la sociedad homogeneizadora, en El manantial Vidor retoma el mismo tema para enseñar en esta ocasión la victoria del ambicioso arquitecto en su pelea por asegurar su integridad e individualismo frente a la comunidad.
Basada en la obra homónima de 1943 de Ayn Rand (seudónimo de la autora de origen ruso Alisa Zinóvievna Rosenbaum, autora a su vez del guion de la película), El manantial es exactamente un exacerbado alegato en favor del individualismo (y, entonces, del sistema capitalista prominente a su máxima expresión) y contra los teóricos defectos de la ideología socialista (la colectivización como máxima responsable de la existencia de una “masa gregaria y parasitaria”). Pero más allá de su indiscutible (y exactamente tendencioso) alegato político, y además de las características formales de su potentísima escenificación, el film de Vidor proporciona otras lecturas que dotan a la película de una riqueza de significados muy más larga de lo que se desprende de una mera interpretación de su postulado ideológico: por un lado, una insuperable reivindicación de la autoría artística frente a los intereses comerciales de los poderes económicos (una idea que, ciñéndonos al ámbito cinematográfico, nos trae a la memoria las ocasiones lastimosamente célebres de Stroheim o Welles, por poner dos claros ejemplos de directores que vieron salvajemente modificada y mutilada parte sustancial de su obra); y en segundo lugar, un feroz ataque a los gigantes medios de comunicación, como causantes del aborregamiento de la audiencia a través de una calculada y flagrante apología de “lo común, lo vulgar, lo trillado”. Un mensaje que consigue una vigencia y una contundencia totalmente asombrosas en nuestros días.
“Yo no construyo para tener individuos. Tengo individuos para construir”, afirma no sin alguna arrogancia el arquitecto frente los directivos que intentan que ceda frente sus misiones de entrar algunos cambios en su emprendimiento. Una declaración de principios con la que el personaje primordial antepone la motivación egoísta del artista como escencial motor de algún creación, en contraposición al pensamiento dominante del establishment que representa el crítico Toohey (“el valor artístico se consigue colectivamente, con cada hombre sometiéndose a los estándares de la mayoría”).
Pero si hay un personaje que se expone como reflejo de Roark, este es sin duda alguna el editor del periódico para el que redacta Toohey, Gail Wynand (Raymond Massey), un magnate que había encarnado los mismos valores que representa Roark (motivo por el cual acabará consiguiendo el respeto del protagonista) pero que actúa por último convencido de que “todos los hombres son corruptos y tienen la oportunidad de comprarse”, de la misma forma que prueba al encontrar que el mediocre arquitecto Peter Keating (Kent Smith) renuncie a su deber con la hermosa Dominique Francon (Patricia Neal) en vez de hacerse con el emprendimiento que Roark había estado próximo de hallar.
Tras la separación de Dominique y Keating, el acercamiento de ésta con Roark, en la célebre escena de seducción que tiene lugar en la cantera donde acaba realizando un trabajo el arquitecto frente la carencia de proyectos: partiendo de la mirada de Dominique, Vidor nos enseña la explícita imagen del robusto brazo del personaje primordial empuñando un martillo eléctrico, para panoramizar a continuación al rostro de Roark que, al detenerse un momento para secarse el sudor en la cara, advierte la silueta de la joven en lo prominente de la cantera, dando lugar a un intensísimo desafío de miradas que el director soluciona con planos cada vez más cortos hasta culminar con un primerísimo primer chato de los dos individuos (fotogramas 3 y 4).
“Te amo sin dignidad y sin arrepentimiento. Vine a decirte esto, y a decirte que jamás me volverás a comprender. Te destruirán pero yo no estaré ahí para verlo”, le confiesa Dominique a Roark después de reencontrarle en la presentación del inmuebles que el arquitecto consigue hacer debido al encargo de un excéntrico magnate que le había permitido dejar su trabajo en la cantera (y a Dominique, tras prácticamente violarla en su último acercamiento antes de recibir la llamada del magnate). Una confesión tras la cual la joven aceptará la idea de matrimonio de Wynand (en una secuencia dentro del yate del editor que Vidor filma con un aparente adornado que explicita la artificiosidad de los sentimientos de Dominique hacia Wynand) con la vana promesa de espantar por último a Roark de su crónica.
Pero la admiración de Wynand por la obra de Roark, que empieza a prosperar desde pequeños pedidos que le admiten asegurar su concepción de la arquitectura (una idea que prueba que la única forma de poder controlar nuestra creación es manteniéndose ajeno de los gigantes proyectos o, lo que es similar, ajeno de la industria, en una incitante reivindicación del trabajo artesano que, otra vez, cobra plena vigencia en nuestros días), sumada a la veneración del magnate por su mujer, unirá otra vez el destino de los individuos primordiales a raíz del encargo que Wynand le hace a Roark para diseñar una casa que debe ser “una fortaleza y un templo” donde recluirse con su mujer.
Roark facilita el encargo, igual que poco después aceptará la idea de un humillado Peter Keating de diseñar en su nombre un colosal emprendimiento de casas sociales, con la única condición de que su diseño sea respetado en toda su integridad. “Mi recompensa, mi propósito, mi vida, es nuestro trabajo. Mi trabajo hecho a mi forma. Nada más me importa”. Un criterio que Roark transporta hasta sus últimas consecuencias cuando, después de ver con estupor la alteración de su emprendimiento a manos del débil Keating, elige dinamitar los inmuebles y confrontar él mismo a la justicia, en un alegato final en defensa del más extremista de los liberalismos, pero también de la necesidad de asegurar la personalidad única e inalterable de la obra de esos que se niegan a doblegarse frente la intención homogeneizadora y vulgarizante de las poderes fácticos de la sociedad de la cual formamos parte.
David Vericat
© cinema primordial (julio 2014)