Rúpilo era un pueblo feliz. Sus gentes vivían en red social ayudándose entre sí. El jardinero prestando asistencia al panadero con sus petunias y este llevándole cada fin de semana su mejor y más tierna hogaza. Era lo que se decía una red social bien avenida y colaborativa. No había nadie que pasase frío ni hambre y todos los vecinos se ganaban la vida de manera honrada.
Un día, la alcaldesa anunció que, según los científicos, se avecinaba una plaga de orugas que podrían ofrecer al traste con las cosechas. Lo que más se cultivaba en Rúpilo eran alcachofas. Sus vecinos las comían de todas las formas probables. En ensalada, rehogadas, en pastel de verduras…. Las que no consumían, las vendían en los pueblos vecinos. Sabiendo lo sustancial que era el cultivo de alcachofa para el pueblo, era lógico que los vecinos se pusiesen muy alterados con el aviso de la alcaldesa. Tras comentar con los profesionales, acordaron utilizar un producto para evadir el ataque de las orugas.
Todo parecía ir bien, hasta que una mañana, una de las huertas de alcachofas del pueblo apareció masacrada. Más allá de que estaban en medio de una época de obtenida, no quedaba ninguna que se pudiera socorrer. Todas estaban o repletas de agujeros o con sus hojas de manera directa pulverizadas.
Todo el pueblo pensó que tenía que ver con la acción de las orugas, sabiendo que los profesionales habían dicho que iban a padecer una invasión de aquella repugnante clase. Pero en el final se descubrió que no habían tenido nada que ver. Porque se demostró que las orugas comían de toda clase de verdura, pero exactamente alcachofas no. Les producían acidez y las evitaban por todos los métodos.
Lo descubrieron por medio de las expresiones de un niño que se presentó como el niño oruga. Por culpa de un maleficio que había caído sobre él cuando era solo un bebé, tenía la cara rayado como estas larvas de las que después emergen majestuosos insectos como las mariposas. Como las orugas, tenía patas verdaderas y patas falsas. Por eso daba la sensación de que esas larvas tenían una cantidad enorme de extremidades. Le pasaba lo mismo al extraño niño oruga. De todos métodos, por medio de ese conjuro que pesaba sobre él, conocía muy de cerca a las orugas y ha podido mostrar que no habían tenido nada que ver con el ataque a las cosechas de alcachofas.