¿Dónde estamos? Es difícil saberlo. ¿México? ¿Panamá? Caracas está cerca y hay además petróleo, entonces ¿vamos a estar en Venezuela? Hace calor, hay humedad, hay la sensación de que nos encontramos en el último confín de todo el planeta, en ese sitio que es la antesala de la desaparición, donde por ahora no hay escape, donde por ahora no hay futuro. Es la tierra ardiente, ese territorio que ya John Huston nos describió tan bien en El tesoro de la Sierra Madre (1948) y más que nada, en Bajo el Volcán (1984). La sensación aquí es la misma: estamos en ese paraje sombrío y turbio donde extranjeros sin ley se confunden con parroquianos sin identidad ni promesa. Aquí la autoridad es venal, el cariño alquilable y la vida negociable: son los primeros minutos en el planeta de El salario del miedo, el séptimo riguroso film de Henri-Georges Clouzot, y uno de los destacables y más oscuros filmes de suspenso que el cine recuerde.
El microcosmos de esta película es una babel turbulenta donde franceses, hispanos, italianos, norteamericanos y alemanes se toleran con contrariedad, atrapados en un pueblucho marginado llamado Las Piedras del que no tienen la oportunidad de escapar: no hay trabajo, no hay dinero, hay deudas con la justicia en otro sitio. Están allí por intereses, adormilados por el calor, atontados por el paludismo, tambaleantes por el licor. Cucarachas, moscas, comerciantes ambulantes, mujeres de ojos tristes, niños pidiendo una limosna: amarga, intensa y precisa es la descripción que Clouzot hace de este lugar de paso, y a través de ella tenemos claro de dónde vienen los individuos primordiales, ya entendemos porque quieren irse, ya podemos adivinar lo que les va a ocurrir (fotograma 1). Por aquí se posaron los ojos de Sam Peckinpah para realizar su Grupo Salvaje (1969), no existe duda. El tono de ámbas películas es igual: cínico, desolador, sin promesa.
Henri-Georges Clouzot tenía 40 y seis años cuando se propuso llevar a cabo El salario del miedo, cuyo guion escribió él mismo con Jérôme Géronimi (el seudónimo de su hermano Jean Clouzot), desde una novela del mismo nombre redactada por Georges-Jean Arnaud y que nuestro Alfred Hitchcock quería adaptar. La filmación se llevó a cabo en el sur de Francia y la película fue estrenada en Cannes, el 15 de abril de 1953. Lo que logramos hallar aquí es una dura narración sobre la prueba que 4 hombres tienen que sortear para, antes que considerar su valentía, liberarse del peso de sus culpas. A forma de un purgatorio colectivo en el que en el desenlace quizás les espere la esquiva redención, 4 extranjeros son seleccionados por una compañía petrolera norteamericana, la Southern Oil Company, para transportar dos camiones repletos de nitroglicerina por los polvorientos e irregulares caminos del lugar hasta un campamento petrolero en llamas, a trescientas millas del poblado. Antes que recibir un salario por poner en compromiso su crónica, ese dinero que se les otorga es frente todo una salida, un pasaporte a un futuro acaso mejor. Mario (Yves Montand), Jo, un ganster francés, (Charles Vanel), el albañil italiano Luigi (Folco Lullí) y Bimba, un piloto alemán (Peter Van Eyck) ya están condenados en vida y para ellos fallecer es tan sólo un asunto de tiempo. Dios los ha olvidado, por ahora no le se preocupan.
Empieza entonces una road movie con una composición dual que recuerda el desarrollo que John Ford logró en La diligencia (1939). Hay una acción externa tremendamente eficiente e intensa y así mismo una acción interna que es ligado del modo en que los individuos primordiales reaccionan frente el reto que la primera les impone. Transmitiéndonos la persistente sensación de estar tambaleándonos en una cuerda floja, la cámara de Clouzot se desplaza de manera persistente, subrayando el colosal riesgo que se corre en cada curva, en cada hueco del sendero, en cada frenazo impensado que tiene la posibilidad de hacer explotar el cargamento (fotograma 2). Y aunque la catástrofe está planteada como un hecho individual, no debemos olvidar que la película fue concebida, creada y estrenada durante la guerra de Corea, y puede entonces ser vista como una metáfora de la reinante ansiedad nuclear colectiva. La explosión final que purgaría las culpas de todo el planeta no era siempre la de un camión.
El viaje episódico evoca la idea de La pasión ciega (1940) de Raoul Walsh, con las vicisitudes de Bogart y George Raft dentro de un camión, pero aquí mientras pasan los minutos el suspenso se va llevando a cabo cada vez más cargoso e irrespirable: van a fallecer, el trazo siniestro de la película no apunta hacia nada distinto, pero ¿cuándo?, ¿de qué forma? Una tras otra, las penalidades de los usuarios parecen tornarse más complejas, y son asumidas así mismo sin ninguna actitud heroica, más con una mueca de repugnancia frente el abismo colosal en que sumergieron sus vidas y que los llevó a estar ahí, prescindibles y sin dolientes. No se aferran a nada ni nadie, pero saben que tampoco nadie los va a llorar. Clouzot no tiene piedad hacía sus individuos y por eso la película es fría y distante, logrando producir en el espectador una mezcla de ansiedad y vacío frente la seca crueldad de sus imágenes.
Semejante drama existencial se refleja de manera precisa en todos los individuos primordiales, títeres del destino. Mario permanece impasible, sin socios ni amigos, Jo se sumerge en el vértigo del miedo, los otros dos hacen proyectos ilusorios como sin ver que ya fueron juzgados, que llevan la desaparición consigo. Jo, que representaba al poder que brinda el dinero, se derrumba frente nuestros ojos, sin que una gota de compasión se muestre en sus compañeros de viaje. De todos métodos cada uno viaja solo, cargando con sus fantasmas y sus culpas. Por eso no hay lazos, sólo distribuyen el espacio físico de los camiones, nada más (fotograma 3). Una colosal soledad los consume ¿A qué aferrarse? ¿Para qué vivir? Son como los individuos del cine de Huston: con la fatalidad a cuestas, con el lastre de la derrota ya colgando del cuello. En el desenlace aquí no hay ganadores, todos son víctimas: del azar, de la vida, del constructor.
Clouzot no puede omitir reflejar en El salario del miedo lo que creía y profesaba. En los instantes iniciales de la cinta, fuertes asaltos misóginos se concentran en el papel de Linda (interpretado por su mujer, la brasileña Vera Clouzot) que se arrastra sumisa y sensual por el piso para besar las manos de Mario (fotograma 4), la mismas manos que más tarde la golpearán, en una actitud machista que ella misma se ve haber impulsado. De esta manera el director abre la puerta al homosexualismo latente que reflejan los demás compañeros de viaje, pero su aproximación al tema fue lo muy cauta como para no llamar la atención de la censura con ese tipo de abordaje.
El método que Clouzot quería dejarnos era el de la imposibilidad de huír a las culpas, que la maldad siempre es castigada. El carácter moral se refleja en la imaginería religiosa católica que observamos en el extenso film, presidiendo en silencio los sitios que frecuentan los individuos primordiales. Estos individuos a su vez ejemplifican los siete fallos capitales: Jo es el orgullo, Luigi la envidia, Mario la codicia, Linda la lujuria, y todos en grupo detallan la pereza, la furia y la glotonería. Así, Las Piedras es una metáfora del infierno, al que llegaron por sus errores y fallos. De allí no hay escape. Antes del viaje sobran las imágenes con líneas verticales o con sombras que las crean (fotograma 5). Los individuos están después de las rejas de una cárcel y el desenlace del extenso film es consecuente con esta línea de pensamiento.
Versionada con poco éxito en dos oportunidades (Violent Road – Howard W. Koch, 1958 – y Carga maldita – William Friedkin, 1977), El salario del miedo continúa impresionando por su frialdad, tensión y atmósfera. Clouzot nos hace asomar a un mundo sin fe y sin credo. Y sentencia que cuando no se teme a Dios, hay que pagar.
Juan Carlos González A.
© cinema primordial (enero 2017)
(Reseña original en tiempodecine.co)
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Publicado al principio en la Revista Kinetoscopio nº 52 (Medellín, vol. 10, 1999)
© Centro Colombo Americano de Medellín, 1999
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