Paradojas del cine, y de la vida, o al reves. Todo el valor de cuya falta adolece el pusilánime (hasta lo enfermizo) personaje personaje primordial de ‘El verdugo’ tenía que ser indispensable para, en esa España sórdida y plomiza del año de su realización (1963), y aun cuando se tratara de una coproducción con Italia, poner en celuloide un emprendimiento como éste que, apoyado en un guion de Luis García Berlanga y Rafael Azcona, narra los avatares de José Luis Rodríguez (Nino Manfredi), un hombre común hasta lo difuminable —su condición de tal empieza ya en su nombre, y se extiende a toda su caracterización, idiosincrática y física— y cuya pesadilla más ominosa, la de transformarse en verdugo, termina haciéndose situación como fruto de una concatenación de terribles casualidades sobre las que tiene premeditado, en última instancia, su patológica incapacidad para imponer su método y deseo (que es la que, al fin y a la postre, le transporta a tan mortal desenlace).
Estamos frente la narración de una pesadilla que empieza de una contradicción hasta cierto punto absurda; en el final de cuenta, al personaje personaje primordial lo conocemos, en el arranque de la trama (una secuencia inicial que ya establece pautas ambientales que marcarán todo el metraje del film: ámbitos cerrados y opresivos, los carcelarios, con gigantes portalones asegurados por cerrojos pesados y de sonoridad ostentosa – fotograma 1), en su condición profesional de enterrador; profesión tan cercana como confrontada a la de verdugo, de la que abomina. Y profesiones, ámbas, que estigmatizan a quienes las desempeñan —y a quienes está en su órbita; en esta situación, la hija del (antiguo) verdugo y novia y mujer del (nuevo) verdugo—, convirtiéndolas en una especide de apestadas sociales, de quienes todo el planeta rehúye, elemento indispensable en la definición del trío personaje primordial, y que el progreso de la historia tiene como función poner de relieve en cada secuencia en que es viable entrar una ‘cuña’ (amargamente cómica, o cómicamente amarga, tanto da) de la misma manera.
Con tal punto de arranque, y bajo tales premisas de caracterización de los individuos, la historia que Azcona y Berlanga pergeñan en su guion, y que este último pone en imágenes, se despliega como una especide de metáfora destinada a ilustrar cómo la sinrazón de determinados mecanismos de estabilización habitual (en esta situación, la pena de muerte) llega a trivializarse y, desde esa asunción totalmente acrítica y asentada en la conciencia (o, más bien, inconsciencia) colectiva, imponerse como una especide de imperativo ineludible frente el que solo cabe la aceptación sumisa y obediente, tal es así que su puesta en efectividad puntual se viene a constituir en una especide de trámite administrativo frente el cual no cabe más reacción que la de la indiferencia. Una concepción que, por sí sola, se transforma en el más contundente y destructor de los alegatos que contra tal barbaridad se hayan llegado a plasmar jamás en la pantalla cinematográfica.
Solo un personaje, el personaje primordial (servido con una espléndida estolidez interpretativa por un eficacísimo Manfredi), se ve huír a esa aceptación indiferente, procaz, de la pena de muerte como mecanismo de castigo (cuando no aceptación entusiasta, que es la que se brinda en la situacion de su suegro —interpretado por un Pepe Isbert que exhibe su maestría habitual—, el verdugo de quien ‘hereda’ el puesto, y que encuentra en esa justificación la de su desempeño vital). Pero, no nos engañemos, la suya no es una oposición de corte ideológico o fundamentada en convicciones morales, sino más bien la del hombre sobrepasado por las ocasiones y que se conoce incapaz de asumir con entereza el hacer una ejecución a garrote vil, con todo lo que ello comporta. Un hombre del que cabe, en último extremista, compadecerse (y la mirada compasiva que Berlanga frecuenta proyectar sobre sus individuos vuelve, en esta ocasión, a obrar como bálsamo), pero por el que tampoco cabe sentir ninguna admiración.
Retrato habitual y peripecia personal se amalgaman de manera armoniosa en un relato fílmico al que Berlanga dota, como es recurrente en su obrar cinematográfico, de un tono de comedia amarga, pero sin acidez excesiva, y que traza con una caligrafía compacta y dinámica, sin muy margen para alardes de planificación, aunque no por ello exento de datos plenos de talento e imaginación, como el que se pone de relieve en el contraste de iluminaciones con que ilustra los estados de ánimo del verdugo (la radiante luz de Palma que alumbra los instantes en que se ve despejada la amenaza de su debut, en contraposición a la sobrecogedora oscuridad de la cueva de Andratx a la que habrán de ir los guardias civiles a recogerlo, en una de las más esperpénticas ocasiones de la cinta – fotograma 2), o la favorecida alegoría del ‘carpe diem’ que, música e imagen a través de, representa el grupo de jóvenes que baila sobre el barco en el chato de cierre.
Tampoco se puede dejar de citar el ya mítico chato, previo al cierre, del patio de la cárcel por el que se desplazan los dos grupos (que acompañan a sendos ‘condenados’), en el que Berlanga exprime la hondura de campo (utilizada profusamente a lo largo de la película) con la maestría que cabe aguardar en alguien que hace del plano-secuencia una seña de identidad (fotograma 3) ; y, más que nada, aquél cuya reseña no puedo omitir ya que, en mi opinión, es el chato más brillante (en tanto en relación condensa todas las miserias y grandezas de su arco argumental) de toda la cinta, en el que José Luis, a la izquierda y de espaldas, pide a un Amadeo fuera de chato, la mano de su hija, Carmen (Emma Penella), que escucha a escondidas, de frente y a la derecha, con una mezcla de temor e ilusión: simetría, solemnidad y pantalones al suelo… (fotograma 4).
Obra maestra indiscutible del cine español de siempre, estremece aún, pasados más de cincuenta años desde su estreno, cómo ese retrato de una España cutre y envilecida (tanto como los patéticos individuos en cuyo triste devenir se concreta tal retrato) puede que diga muy más de nuestra forma de ser de lo que, indudablemente, nos gustaría admitir a día de hoy. Y es lo que tiene la genialidad del artista: la aptitud de condensar el destilado de sesudos tratados analíticos a través de algo tan sintético como una película cuyo metraje no llega a los noventa minutos. Que se intente un legado para la historia, imperecedero, no debería hacernos desdeñar su aptitud para, aguardando de nuevos ‘traductores’ (quizá un poco remisos a la tarea…), ayudarnos a abarcar (las cosas que nos pasan) y a entendernos (como país y como sociedad). Buena falta siempre hace.
Manuel Márquez Chapresto
© cinema primordial (octubre 2016)