Cuando un personaje puede verse ataviado con su eterno atuendo en algún situación y lugar sin que pongamos en cuestión la seguridad de su presencia es que ese personaje ha trascendido las reglas y convenciones de la ficción para transformarse en una figura icónica. Después de los planos documentales de las caravanas de buscadores de oro ascendiendo por las nevadas montañas de Alaska, la peculiar y característica imagen de Charlot (sombrero de copa, bastón en mano y eternos pantalones bombacho) continuando por una cornisa de hielo en la cumbre de una montaña (fotograma 1), lejos de ocasionar desconcierto nos transporta a una región de confort y nos predispone para aceptar sin ninguna reserva la sepa de lógica del ecosistema en el que habita (e impone) su personaje. (El cine contemporáneo adolece ya de individuos icónicos, a excepción de los que nos da la ridícula moda de los superhéroes que, en el colmo del papanatismo, encima elabora toda una parafernalia pseudocientífica para justificar racionalmente la existencia de individuos que únicamente tienen sentido en el lote de lo fantástico).
La vieja cabaña del malvado Black Larson (Tom Murray) se transforma así, desde la irrupción del vagabundo Charlot, en ámbito del caos manifestado a través del encadenamiento de gags (a cada cual más brillante) que Chaplin filma en riguroso chato de adelante (se diría como prematuro homenaje a los pioneros que han comenzado a sentar las bases del arte del cinematógrafo con sus cortos de únicamente una bobina): desde el vendaval que impide al personaje primordial dejar la cabaña (intentando seguir las órdenes de su involuntario y poco hospitalario anfitrión), hasta la ya mítica secuencia donde Charlot, acuciado por el hambre, degusta con esforzado deleite una de sus botas (previamente cocinada – fotograma 2) frente la atónita mirada del gigantón Big Jim (Mack Swain), y llegando a imágenes tan delirantes como la del personaje primordial convertido en un colosal y suculento pollo a ojos de su atormentado y famélico compañero.
Una vez fuera de la cabaña, la película se traslada a la naciente ciudad establecida por los buscadores a la que llega el vagabundo después de separarse de Big Jim, el cual, por su lado, regresa en busca del yacimiento de oro que había descubierto justo antes de encontrar refugio en la cabaña de Black Larson. En seguida, un gag inolvidable y completamente descriptivo de una de las características indisociables del protagonista: extasiado por la presencia de la hermosa Georgia (Georgia Hale), el vagabundo escucha a la joven suspirando por encontrar a “un hombre honrado y bueno” con quien poder dejar la ciudad; ilusionado, Charlot sigue erguido a espaldas de Georgia, esperando que ésta finamente le vea pero, cuando se brinda la vuelta para recorrer el local con la mirada, y sin importar encontrarse realmente frente a frente, la joven no siente su presencia, como si nuestro héroe fuera totalmente transparente a sus ojos (fotograma 3). Pocas oportunidades hemos visto en la pantalla una plasmación tan hermosa y a la vez tan elocuente de la condición marginal del antihéroe (¿y cuántos de nosotros no tuvimos en algún instante la misma terrible sensación? Esto es precisamente lo que transforma al personaje en una figura universal y atemporal).
Charlot es un desclasado, pero también un superviviente. Es un personaje con elementos, acostumbrados a lidiar con las oportunidades más adversas, y que no duda en utilizar algún artimaña para salir airoso de algún contrariedad. Por eso no es extraño verle confrontar al matón Jack (Malcolm Waite) y jactarse tras noquearle por hecho o hacerse pasar por un moribundo para quedarse hospedado en la vivienda del viejo Hank Curtis (Henry Bergman). Será allí en dónde el personaje primordial se reencontrará con la hermosa Georgia, dando lugar a otros dos gigantes instantes de la película: el primero, en la despedida de la pareja después de citarse para pasar juntos la noche de fin de año (cita a la que Georgia no piensa acudir), una secuencia que Chaplin culmina con un insólito plano/contraplano de los dos individuos en salto de eje (dando la sensación de que cada uno mira en dirección opuesta) que prueba la distancia sentimental que todavía les separa; el segundo, cómo no, durante la frustrada cita de Nochevieja, con la ensoñación donde el vagabundo recrea el célebre baile de los panecillos para su imaginaria invitada.
La aparición de un amnésico Big Jim en la población, y la decisiva asistencia del personaje primordial para hallar el sendero hasta el yacimiento de oro de su compañero, convertirán al vagabundo en imprevisto millonario, cambiando por fin su característico atuendo por un ropaje a la medida de su novedosa condición. Una transformación sólo momentánea, puesto que, a petición de un notero gráfico, nuestro héroe volverá muy próximamente a enfundarse sus ropas de vagabundo (justo antes de reencontrarse con la hermosa Georgia), aquéllas con las que ya entendemos que iremos a reconocerle en sus siguientes aventuras, para deleite y tranquilidad de todos nosotros.