Resumen del libro Las estatuas de agua

«En oportunidades pasa que te hallas con algunas personas de aspecto distraído, que semejan no saber nada, no se fijan en los transeúntes, ni en las mujeres, ni en los hombres, andan despistados, con los bolsillos vacíos, la mirada hueca de pensamientos y, no obstante, son la multitud más apasionadas del mundo: son los coleccionistas». Beekam es uno de ellos. Huérfano de madre y pequeño solitario y triste, abandonó a su padre viudo para irse a vivir a un húmedo sótano de Amsterdam lleno de esculturas. Beekam las colecciona, les pone nombre. Vive y habla con ellas, observando sus puntos de mármol y piedra de forma recurrente afables. Allá abajo quiere vivir como un ahogado.
En el sótano pierde el control de las horas y de la vida. Vive en una especide de pausa, de intervalo, de región vacía que ralentiza su historia. Siendo consciente de que la auténtica vida fluye alén de las expresiones, quizás entre ellas o bien aun a pesares de ellas, se encarga de realizar «visualizaciones en especial exactas» de todas y cada algo insignificantes que se mueven a su alrededor. Cuando sube del sótano pasa días enteros observando «el gradual sosegarse de la naturaleza» y su psique se torna entonces triste, vaga y también titubeante. Escoge prescindir de la esa familiar tan ansiada por sus semejantes, sabe que la vida en común fatiga y termina por eliminar esa clase de inocencia que tienen la multitud solas.
Pese a su aptitud prácticamente «teológica» para vivir solo, Beekam comparte el sótano con su criado y amigo Víctor, con el que sostiene una relación de «cauteloso equilibrio». Una afinidad electiva los sostiene juntos, como juntos se sostuvieron Reginald -padre de Beekam- y su leal sirviente Lampe, un hombre que semeja llevar tatuado un sermón en su pacífico semblante. La vida del solitario personaje primordial primordial va a entrar en una única etapa cuando conoce a Katrin, una extraña joven que vive en esa «región franca de la raza humana sin deseo» donde se siente un incesante desdén por la presencia, un desazón por la vida.
Aun la multitud «condescendientes» con todo cuanto las divide de la vida tienden a sostener una vía de unión con ésta: la hermosura. Inútiles de retenerla a su lado, tratan de coagularla. ¿Y qué hay más sólido que una escultura de mármol? Inútiles de gozarla en común, tratan de embelesarse a solas. ¿Y qué hay más jubiloso que el «éxtasis de la soledad»? La contemplación de la hermosura en soledad calma la psique. El solitario busca la hermosura para considerar el «obscuro exitación de sosegarse», la inocente percepción de lo excepcional y la ralentización de una vida en movimiento que se va muy próximamente. En los sótanos del ensimismamiento las relaciones entre la soledad, la hermosura y el tiempo se vuelven más evidentes y cuajan en esculturas de agua, en un intento por fijar lo que por naturaleza solo fluye. Mas en el exterior la vida corre y el hombre con ella, distanciándolo poco a poco más de ese otro planeta habitual y particular al que los pequeños afirman ver regresar.
Leer a Fleur Jaeggy no es moco de pavo. Su mirada profunda y también capaz, su escritura densa y hermética, su intención de despojamiento y «concisión de epitafio» -tacha cosas ya en su cabeza ya antes aun de escribirlas-, sus desasosegantes y fríos ámbitos, sus perturbadores individuos, sus razonamientos diluidos en pos de una yuxtaposición prácticamente onírica de extractos, la substitución de la trama por texturas neblinosas y la acumulación sutil y progresiva de resonancias temáticas múltiples hacen que sus libros sean muy difíciles de cubrir. Quizás no haya que comprenderlos, solo leerlos con los ojos cerrados, como misma lee a los místicos. Quizás haya que ser un lector primordial y extremista que tache de igual modo en su cabeza esperanzas, prejuicios y hábitos mentales. En todo caso, leer a Fleur Jaeggy es siempre y en toda situación precioso y desconcertante. Cada relectura nos afirma que, tras el glacial aspecto de su escritura, viven unas ánimas capaces de producir «aquella luz que dan las fugaces maravillas del mal».