Resumen de la película Las uvas de la ira

Cinco décadas de carrera al más prominente nivel han prominente el nombre de John Ford a la categoría de icono de la dirección cinematográfica, más allá de que, de la misma manera que sucede con otros gigantes nombres de la historia del cine, un afán de ‘etiquetaje’ no en todos las situaciones justificado le terminó confinando, en el imaginario cinéfilo, a un género, el del western. Bien es verdad que fué ese el género donde la acumulación de títulos legendarios ha dotado a la figura de Ford de un marchamo de maestría, pero, más allá de los panoramas libres de Monument Valley, y de la misma manera que sucedió con otros nombres consagrados de la creación fílmica (Wilder o Hawks serían otros casos muy significativos), el trabajo de Ford no se ciñó a uno solo, sino que abarcó una extensa panoplia genérica y entregó piezas de excepcional calidad en los más distintos rubros. Buena muestra de esa diversidad la proporciona Las uvas de la furia, la adaptación de la novela homónima de John Steinbeck, con la que John Ford no solo ofreció un retrato acerado e hiriente de la Colosal Depresión de los años treinta del siglo XX en USA, sino que cuajó una de las muestras más logradas de cine habitual de siempre.

Las uvas de la furia nos ofrece, en esencia, una epopeya, la de la familia Joad, que, lejos de algún connotación homérica (no hay heroicidad alguna en aquello que se hace cuando no hay ninguna otra opción, como bien subraya el personaje primordial, Tom – Henry Fonda), se ve obligada a dejar su tierra natal en Oklahoma (desposeída de las tierras que venía explotando en régimen de aparcería desde tiempo inmemorial) para viajar en un viaje hacia el otro extremista del país, en California, donde, atraídos por el señuelo de unos folletos informativos de muy dudosa posibilidad, esperan encontrar la solución a sus penurias económicas a través de un trabajo abundante y bien remunerado. Un viaje duro y amargo en todo el cual la familia irá pasando por las más penosas vicisitudes, tanto personales (la pérdida de sus dos pertenecientes de más edad o la marcha de Connie – Eddie Quillan -, joven marido de la hija embarazada, Rosasharn – Dorris Bowdon) como laborales (el desolador panorama económico no posibilita abrigar promesa alguna de que una familia larga se consigua ganar la vida decentemente), sin que los diferentes avatares a los que se van observando sometidos les permitan pergeñar ilusión alguna (con la única excepción de ese interludio cuasi gozoso que constituye su estancia temporal en un campo del gobierno, en el que se tienen la oportunidad de aceptar hasta el “lujo” de contribuir a uno de los bailes que gustaba filmar a Ford – fotograma 1)

Estamos, en suma, frente un retrato a tres niveles (el habitual, o general, que se proyecta más que nada un país —Estados Unidos—; el familiar, que nos enseña la epopeya de los Joad; y el plantel, apoyado en la figura de su hijo más grande, Tom) que, operando con apariencia de círculos concéntricos, admiten una articulación narrativa de una excepcional riqueza que brinda cabida, con un avance dramático de corte común (armado, en relación a ritmo y montaje, con la sobriedad brillante con la que siempre se ha manejado Ford), a reflexiones de calado político y espiritual que dotan al relato — sin entorpecerlo en ningún momento — de una ‘carga de mensaje’ encomiable. Además, la sobriedad no está reñida en modo alguno con un trabajo visual de excepcional calidad (en el cual no debe constituir aportación menor la presencia de un director de fotografía como Gregg Toland) que consigue hacer, a través de la utilización de elementos como los planos generalmente muy libres y con una hondura de campo extrema (fotograma 2) o el manejo profuso de una luz espectral, tanto diurna como nocturna, que proyecta unos contrastes de sombras muy marcados (fotograma 3),  una ambientación de imágenes que recalca aún más, si cabe, el desasosiego y la angustia que el trasfondo temático de la idea transmite al espectador.

Obra maestra indiscutible en lo rigurosamente cinematográfico, y crónica leal y descarnada de un tiempo y lugar en su vertiente de testimonio histórico, Las uvas de la furia resulta ser una de esas extrañas piezas en las que la seguridad de sus puntos formales y temáticos hacen difícil primar, desde un método valorativo, a unos sobre otros; lo cual es algo que, lejos de constituir ningún demérito, no hace sino engrandecer a una cinta que, con la visión del paso del tiempo, va cobrando una altura solo reservada a contadas proyectos artísticas: ésas en las que, huyendo de algún complacencia o escapismo, tenemos la oportunidad de ver a hombres y mujeres con los que poder empatizar —con su sufrimiento; con su acatamiento continuo a la pobreza y a una crueldad soterrada  y omnipresente; con su pelea, en suma, por sobrevivir—. Una experiencia de la que salir, sin ningún género de duda, humanamente enriquecido. No es pequeño logro, no.

Manuel Márquez Chapresto
© cinema primordial (julio 2015)