Esta obra pretendidamente contemporánea del francés Philippe Claudel revela al menos dos cosas. Que su constructor es muy valeroso revisitando sin pudor las de Kafka, más que nada “El castillo” y “El avance“; y que el escritor checo fue no solo un colosal de la literatura, también un visionario portentoso, moderno y distópico. Todas sus amargas reflexiones sociales y fracasos personales se tienen la oportunidad de admitir en las de su compañero de trabajo sin perder un ápice de vigencia ni de desoladora verosimilitud más allá del tono fabulador. El lector saltaría de una a otras sin únicamente sentir cambios en las dinámicas e inercias de las organizaciones (llámense Estado, corporaciones o turbamultas populares) ni las noticias que el progreso –ese registro de fracasos y tiranías a evitar- en teoría habría incorporado en el trato que el hombre profesa al hombre mientras el lobo se frota las pezuñas.
Un Inspector forastero –trasunto del agrimensor K.– sin nombre ni apellidos (ningún personaje de la novela los tiene, a todos y a cada uno se los destina por su profesión, van con esa etiqueta colgando por fuera de inicio a fin), de aspecto anodino y carácter sumiso, llega en tren con la misión de investigar una secuencia de suicidios ocurridos en el seno de la Empresa. Compañía localizada en la Ciudad, o explicado de otra forma, Ciudad localizada en las ramificaciones y huecos que deja esa Compañía, dado que desde todos los rincones se divisan sus instalaciones, es omnipresente y también -pronto lo comprobará el intruso- omnisciente.
Como en “La caverna” de Jose Saramago, donde el Centro Comercial había crecido hasta transformarse en un Leviatán que albergaba dentro de el la urbe para la que se erigió y las vidas a las que agradar, la Compañía de Claudel es un fortín, un castillo, un laberinto, un ente desmesurado con pulso propio y muros de hormigón que la separan de sí misma, de sus numerosos tentáculos. Por supuesto, quienes trabajan en ella lucen el mismo aspecto físico anodino que el Inspector, son réplicas idénticas unos de otros con diferentes privilegios asignados que jamás se cuestionan. Salvo un puñado de ellos que elige suicidarse.
La humanidad se ha homogeneizado, interna y externamente, en los ropajes y en los anhelos, hay un pensamiento único que no es pensamiento en el sentido crítico y dialéctico (es por consiguiente una religión, un dogma de fe industrial), se admiten los parámetros y las consignas, se acatan los protocolos y los uniformes, no se duda, no se elige, no se adivina ni se falla. Los hombres no trabajan en cadenas de montaje, son la cadena de montaje. De ahí que solo haya una forma de romper la producción: matándose. Y si alguien osa fiscalizar esas grietas es fagocitado hasta que desiste o desaparece, se disuelve o es echado a un contenedor como todos residuo.
Qué hace, entonces, un Inspector mediocre frente eso, cómo lo enfrenta y se lo enseña, cómo sigue con vida y para qué. Su cabeza es un colador que no le se usa para tal fin. La lógica no basta, las causas y las consecuencias se cuelan por los huecos de la malla, le faltan dimensiones para asir la realidad. Pero es que la realidad tampoco es verídica ni completa, es una representación tutelada y una interpretación sesgada. Ve solo lo que le detallan que simultáneamente puede cambiar al antojo del demiurgo que emite esa imagen y desplaza los hilos y jura la lluvia o la nieve o el claro o la vida o la desaparición.
El lenguaje fácil del relato así como la proliferación de simbología y metáforas emiten con solvencia y congoja la impotencia de este peripatético héroe con gabardina que se conoce perdido en un mar que es un desierto que es un cielo que es una salón de espera, una calle vacía, esa misma calle atestada, un hotel asimétrico, un policía en el cuarto de las escobas. La experiencia extrema a la que está sometido le aboca al delirio individual como parte del colectivo reinante, se transforma en una partitura sin notas, lo previsible se torna insufrible, sus deberes profesionales inviábles, la necesidad de respirar y cubrir inabarcable y la tentación de huír es más cárcel que punto de fuga.
No hay salida. O en cada salida va a peor. Ya desvanecido, derrotado y desnudo, el Inspector se topa con el Fundador escoba en mano. Es de los pocos que en el desenlace, su desenlace, le ve cara a cara justo antes de que este lo barra, realmente. Se acabó. Que pase el siguiente, por favor. La Empresa tiene hambre.Enviado por:
RqR Escritores
Curiosidades:
– Adjuntamos el enlace a la página web de RqR Escritores negros por encargo, Agencia de escritura, imaginación y comunicación que elabora y redacta textos con o sin firma bajo demanda, autores de esta reseña: escritoresnegrosrqr.tkOtros libros de este autor:
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