Ignorada en su presentación cuando no maltratada por los círculos intelectuales de principios del siglo XX, “Servidumbre humana” –como también sucedió con “Al filo de la navaja“- se convirtió en un best seller de exquisita calidad literaria firmado por un constructor que ya en ese momento era reconocido y celebrado popularmente a través de sus comedias, libretos teatrales y cuentos. No se le perdonó al entrometido que estas dos novelas de estilo clásico, cronológico y lineal -y otras no tan redondas- alcanzaran la excelencia y compitiesen en pie de igualdad con las de los prebostes coetáneos (léase Virginia Woolf y el elitista grupo de Bloomsbury). La visible simplicidad las hacía sospechosas desde un prisma clasista en lo cultural.
No es de extrañar que poco después el mismísimo George Orwell (uno de los padres de la novela de pensamiento) la reivindicase y recomendase ya que se habla, sin lugar a dudas, de un texto rico, complejo (que no complicado), dialécticamente contradictorio, muy ambicioso por contemplar y tocar varios palos con rigor y siempre de forma capaz, crítica, rozando el saludable cinismo de quien redacta desde la cicatriz riéndose de la herida. Una herida suya que acaba siendo la nuestra, nos agrade o no.
De ahí el soberbio y contundente título escogido que se codea sin rubor con los de “Crimen y castigo” de F. Dostoievski o “Cien años de soledad” de García Márquez, entre otras cosas cosas, en el achicado olimpo de los lemas que comunican, garantizan, comunican y sintetizan con pocas y certeras expresiones el espíritu entero de la creación literaria y muy probablemente el de todos los humanos que pueblan este valle de lágrimas.
El lenguaje claro y directo, no contaminado por las vanguardias experimentales de la época, límpido de hecho en los pasajes más turbios y lacerantes, atrapa desde el comienzo sin obligación de giros rocambolescos en las tramas ni efectos narrativos forzados ni trampas sentimentales de folletín económico. Redactada en dos instantes vitales diferentes -la repelente juventud y la temprana madurez- se aprecian los dos registros en el carácter de los individuos, en su evolución, en el cariño o la desidia con los que son movidos, acorralados o salvados.
La puritana y rural campiña inglesa que habita en la niñez el personaje escencial, Philip Carey, sin el arrope de una familia estructurada –la madre fallece prematuramente privándole de su calor y protección-; el riguroso y hostil internado que lo ubica en la diana de la crueldad por ser extraño, sensible e introvertido; la bohemia parisina a la que huye en pos de un brillante futuro como pintor anhelando ilusamente que el desarraigo y la tara física -un pie deforme de nacimiento- que le lastra no condicionen su talento ni la expresión de este; o la megalópolis imperial londinense donde consigue centrarse, estudiar y ejercer como médico y donde de igual modo se conquista tóxicamente de una mujer manipuladora, vulgar y destructiva, son varios de los niveles que sirven a la historia para arrancar un sinnúmero de asuntos controvertidos, triviales en oportunidades, trascendentales la mayoría.
La opresión religiosa, el miedo heredado a un dios castigador que no ofrece tregua, la inasequible búsqueda de la razón pura a través de la lectura, la educación castrante y de castas, el arte como vía de escape o de frustración (las incipientes mercantilización y banalización de este se vislumbran en el horizonte), el cariño como tortura y redención en las relaciones humanas, la culpa, el deseo esclavizador, la hipócrita moral recurrente, el devenir de las ilusiones en decepciones, el serpenteante sendero hacia lo exacto, la venganza estéril, el trato vejatorio y gratis contra el débil, la homosexualidad reprimida y estigmatizada, los atajos que desembocan en callejones tapiados y las hostias existenciales que aun viéndolas venir no se esquivan, la revolución científica en ciernes, la filosofía en relación a contenido y grupo de naciones del bípedo pensante, el ser y el sentir (asociados y disociados), el querer vivir sin cubrir la vida, sin encontrarle sentido porque quizá carezca de él y el tránsito por este planeta se resuma en una broma cósmica o a lo sumo en una estafa biológica sin pliego de garantía para su devolución o demanda.
En primordial, una abertura en canal del autor/narrador honesta y descarnada, objetiva en la medida en que eso resulta irrealizable, que además cobra hechuras de ajuste de cuentas por el carácter autobiográfico y la exposición catártica de sus íntimas cuitas por boca del álter ego ficcional convenientemente distorsionado en lo formal, hermanado en el fondo.
Precursor del existencialismo que irrumpiría con fuerza años más tarde de su publicación, “La náusea” de Sartre o “El extranjero” de Camus mucho le tienen que a este libro que por otro lado introduce con fachada de colofón un final feliz relacionado con las pedradas anteriores, una victoria pírrica que consuela de los males, o explicado de otra forma, una derrota aceptable fundamentada en la asunción de las restricciones de uno mismo y de sus oportunidades. Atenuar el padecimiento dejando de batallar contra él. Abajo el telón. Aplausos. Resignación.