Resumen del libro Lluvia fina

Si Mario Puzo en su celebrado retrato de la mafia italoamericana elevó el método de familia a la categoría de organización criminal honorable, Luis Landero, yendo por otros derroteros narrativos lejos de esos ambientes y decorados, consiguió que esta, la familia, se muestre como una eficaz tela de araña que atrapa más obscena que sutilmente (al menos visto desde la grada) a moscas y gusanos, los balancea en un falso ritual de protección amorosa y en el final propicia que se ahoguen en su propia bilis sin ocasión alguna de escape. No hay tiros en «Lluvia fina» pero sí continuos cambios de cuentas y una vendetta soterrada e interminable que se retroalimenta a sí misma hasta transformarse en un mueble más de la vivienda.
Ya lo advierte el narrador desde el primer capítulo: “Ningún relato es inocente, a ninguna palabra se la transporta el viento” y en esta crónica cruzada, en esta novela coral y asfixiante todas muerden o roen u horadan la frente hasta que llegan al cráneo y ahí hacen nido y después cáncer de cabeza.
Así que tampoco los individuos de este malavenido clan que pronuncian estas expresiones son inocentes, cabe dudar. Desde su razón, desde su verdad, desde su victimismo más o menos imaginario culpan y se autoinculpan a partes desiguales en cada conversación, en cada versión de los hechos, en cada querella repetida hasta la saciedad contra los otros, contra el otro como diana y expiación, prendiendo de esa forma el ventilador para orear sus traumas y de paso zaherir al hermano o la hermana o la madre o al cuñado a los que quieren, porque aquí cada integrante quiere muy a sus adláteres, tanto que les quiere lo relevante en tanto que sufran como se meritan. Precioso bodegón.
Quizá porque nos sinceramos por arriba de las configuraciones de quienes nos escuchan. Suponiendo que alguien escuche aún y no esté simplemente aguardando su turno para entrar en el monólogo ajeno la cuña del «puesto que yo, puesto que a mí…». Aurora, la condescendiente y abnegada y discreta mujer de Gabriel sí presta atención a los demás, a todos, sin juzgarlos, sin contradecirlos, invitándolos al sosiego y el entendimiento, de hecho al olvido piadoso. Su distinción les sirve de terapia y desahogo, y de eso se aprovechan en régimen de bufé libre, a bocajarro, sin preocuparse del efecto que su avinagrada sangre causará en la receptora de los mensajes envenenados, convirtiéndola –desde el cariño, maldito cariño- en el cubo de basura emocional donde tiran y remueven sus miserias.
Y Aurora no protesta. No apela al hastío juntado, al abuso de seguridad que padece, se lo almacena, lo trata como puede, lo relativiza y continúa con su crónica, con sus clases como profesora, con los cuidados de su hija enferma, con las manías de su marido y allegados, con su profunda soledad en la mitad de semejante vorágine.
A ella le gustaría decirles que dejen, por favor, los secretos en paz, que no los provoquen ni los reinventen ni los justifiquen pasada la media noche. No alimentéis al monstruo que fuisteis y sois, no cojáis del suelo percepciones distorsionadas por la memoria interesada, no esperéis sentados a que la realidad se amolde a vuestras expectativas, no remováis el pasado, no volváis a él si no habéis sido con la aptitud de superarlo. Pero se traga esas expresiones porque sabe que tendrían consecuencias, que no se las llevaría el viento, porque ignora cómo decir “no, ya basta, hasta aquí”.
Por eso la fina lluvia a la que está expuesta termina calándole los huesos y entonces se pregunta cómo finalizar con todo eso, cómo huír de la tela de araña que ella misma ha ayudado a tejer, cómo cerrar la boca de las voces que escucha dentro y fuera de su cerebro, cómo, siendo la única inocente del cuadro, es incapaz de perdonarse. Y solo halla una respuesta.
Explicaba el constructor en una entrevista que abordó este apabullante libro desde la observación y no desde la psicología. Menos mal, bendita inocencia.Enviado por:
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