Los microrrelatos (o microcuentos) están habitual. Y es comprensible, ¿a quién no le gusta comprender una única historia en unas pocas frases? Algunos microrrelatos de hecho pueden llegar a contar con únicamente una cita. El único requisito: que sea autoconclusivo. Estos cuentos en miniatura resultan espectaculares por todo lo que emiten en tan pocas expresiones, dado que la mayoría de ellos ocultan un trasfondo político, espiritual o reivindicativo. No es únicamente una historia breve; es un pensamiento, una reflexión del constructor. Pocas expresiones que hablan de muy.
¿Cuál es tu favorito? ¿Te atreves a escribir tu propio microrrelato?
22 microrrelatos que no te dejarán indiferente
Un Sueño, de Jorge Luis Borges
En un desierto lugar del Irán hay una no muy alta torre de piedra, sin puerta ni ventana. En la única habitación (cuyo piso es de tierra y que tiene la forma de círculo) hay una mesa de madera y un banco. En esa celda circular, un hombre que se se ve a mí redacta, en letras y números que no entiendo, un riguroso poema sobre un hombre que en otra celda circular redacta un poema sobre un hombre que en otra celda circular… El avance no tiene fin y nadie podrá leer lo que los prisioneros escriben.
Final para un cuento fantástico, de I.A. Ireland
-¡Que extraño! -dijo la muchacha continuando cautelosamente-. ¡Qué puerta más pesada!
La tocó, al comentar, y se cerró súbitamente, con un golpe.
-¡Dios mío! -dijo el hombre-. Me se ve que no tiene picaporte del lado de adentro. ¡Cómo, nos han encerrado a los dos!
-A los dos no. A uno solo -dijo la muchacha.
Pasó a través de la puerta y desapareció.
Una inmortalidad, de Carlos Almira
El poeta habitual murió, y levantaron una escultura. Al pie grabaron uno de los epigramas que le valieron la inmortalidad y que ahora mismo hace la indiferencia o la risa, como la chistera, el corbatín y la barba de chivo del pobre pecho. El Infierno no es de fuego ni de hielo, sino de bronce imperecedero.
Las gafas, Matías García Megías
Tengo gafas para ver verdades. Como no tengo práctica no las uso jamás.
Sólo una vez…
Mi mujer dormía a mi lado.
Puestas los lentes, la miré.
La calavera del esqueleto que yacía debajo de las sabanas roncaba a mi lado, con mí.
El hueso redondo sobre la almohada tenía los cabellos de mi mujer, con los rulos de mi mujer.
Los dientes descarnados que mordían el aire a cada ronquido, tenían la prótesis de platino de mi mujer.
Acaricié los cabellos y palpé el hueso procurando no entrar en las cuencas de los ojos: no cabía duda, aquello era mi mujer.
Dejé los lentes, me levanté, y estuve paseando hasta que el sueño me rindió y me volvió a la cama.
Desde entonces, pienso muy en las cosas de la vida y de la desaparición.
Amo a mi mujer, pero si fuera más joven me metería a monje.
La carta, de Luis Mateo Díez
Todas las mañanas llego a la oficina, me siento, enciendo la lámpara, abro el portafolios y, antes de comenzar la tarea día tras día, escribo una línea en la popularizada carta donde, ya hace catorce años, explico meticulosamente las causas de mi suicidio.
El gesto de la Muerte, de Jean Cocteau
Un joven jardinero persa dice a su príncipe:
-¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me logró un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahán.
El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta:
-Esta mañana ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?
-No fue un gesto de amenaza -le responde- sino un gesto de sorpresa. Dado que lo veía lejos de Ispahán esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahán.
Abril, de Beatriz Alonso Aranzábal
Me senté en la última fila del autobús escolar, suplicando baches. Por fin salíamos de excursión toda la clase, y mis compañeras se regocijaban en sus asientos, mientras piropeaban al conductor. La profesora decía que la primavera no tiene remedio. Unos días antes yo había hecho el cariño por primera ocasión. Sin prudencias.
Ángeles, de Espido Freire
Apostados cada uno en una esquina de la cama le veían cada noche rezar y descansar. Una vez quisieron verse. El niño rompió a gritar y su madre trató de convencerle de que los monstruos no existían. Ellos bajaron la cabeza, avergonzados, y ocultaron su fealdad tras sus alas.
La tacita, inédito de José María Merino
He vertido café en la tacita, he añadido la sacarina, remuevo con la cucharilla y, cuando la saco, observo en la área del líquiedo ardiente un pequeño remolino en el que se dispersa en forma elíptica la espuma del endulzante mientras se disuelve. Me recuerda de tal modo una galaxia que, en los 4 o cinco segundos que tarda en esconder, imagino que lo fué enserio, con sus estrellas y sus planetas. ¿Quién podría saberlo? Me llevo ahora mismo a los labios la tacita y pienso que me voy a beber un agujero negro. Indudablemente la duración de nuestros segundos tiene otra escala, pero acaso este universo en el que habitamos esté constituido por diferentes gotas de una sustancia en el trance de disolverse en algún fluido antes de que unas gigantes fauces se lo beban.
Sueño de la mariposa, de Chuang Tzu
Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu.
El Pozo, de Luis Mateo Díez
Mi hermano Alberto cayó al pozo cuando tenía cinco años. Fue una de esas tragedias familiares que sólo alivian el tiempo y la situación de la familia numerosa. Veinte años después mi hermano Eloy sacaba agua un día de aquel pozo al que nadie jamás había vuelto a asomarse. En el caldero descubrió una pequeña botella con un papel en el interior. «Este es un mundo como otro cualquiera», decía el mensaje.
La clepsidra, de Javier Puche
Perseguido por tres libélulas colosales, el cíclope alcanzó el centro del laberinto, donde había una clepsidra. Tan sediento estaba que sumergió irreflexivamente su cabeza en las aguas de aquel reloj milenario. Y bebió sin mesura ni exitación. Al apurar la última gota, el tiempo se detuvo para toda la existencia.
El nacimiento de la col, de Rubén Darío
En el paraíso terrenal, en el día luminoso en que las flores fueron construídas, y antes de que Eva fuese tentada por la serpiente, el maligno espíritu se acercó a la más linda rosa novedosa en el momento en que ella tendía, a la caricia del celeste sol, la roja virginidad de sus labios.
-Eres hermosa.
-Lo soy -dijo la rosa.
-Bella y feliz – prosiguió el diablo-. Tienes el color, la alegría y el perfume. Pero…
-¿Pero?…
-No eres útil. ¿No miras esos altos árboles llenos de bellotas? Ésos, a más de ser frondosos, dan alimento a muchedumbres de seres animados que se detienen bajo sus ramas. Rosa, ser hermosa es poco…
La rosa entonces –tentada como después lo sería la mujer- deseó la utilidad, de tal modo que hubo palidez en su púrpura.
Pasó el buen Dios después del alba siguiente.
-Padre –dijo aquella princesa floral, temblando en su perfumada belleza-, ¿queréis hacerme útil?
-Sea, hija mía –contestó el Señor, sonriendo.
Y así vio el planeta la primera col.
La sentencia, de Wu Ch’eng-en
Aquella noche, en la hora de la rata, el emperador soñó que había salido de su palacio y que en la oscuridad caminaba por el jardín, bajo los árboles en flor. Algo se arrodilló a sus pies y le pidió amparo. El emperador accedió; el suplicante mencionó que era un dragón y que los astros le habían revelado que al día siguiente, antes de la caída de la noche, Wei Cheng, ministro del emperador, le cortaría la cabeza. En el sueño, el emperador juró cuidarlo.
Al despertarse, el emperador preguntó por Wei Cheng. Le dijeron que no estaba en el palacio; el emperador lo mandó buscar y lo tuvo atareado el día entero, para que no matara al dragón, y hacia el atardecer le propuso que jugaran al ajedrez. La partida era popularizada, el ministro estaba agotado y se quedó dormido.
Un estruendo conmovió la tierra. Poco después irrumpieron dos capitanes, que traían una colosal cabeza de dragón empapada en sangre. La arrojaron a los pies del emperador y gritaron:
-¡Cayó del cielo!
Wei Cheng, que había despertado, la miró con perplejidad y observó:
-Qué extraño, yo soñé que mataba a un dragón así.
Literatura, de Julio Torri
El novelista, en mangas de camisa, metió en la máquina de escribir una hoja de papel, la numeró, y se dispuso a relatar un abordaje de piratas. No conocía el mar y sin embargo iba a pintar los mares del sur, turbulentos y misteriosos; no había tratado en su crónica más que a empleados sin prestigio romántico y a vecinos pacíficos y oscuros, pero tenía que decir ahora mismo cómo son los piratas; oía gorjear a los jilgueros de su mujer, y poblaba en esos instantes de albatros y gigantes aves marinas los cielos sombríos y empavorecedores.
La pelea que sostenía con editores rapaces y con un público indiferente se le antojó el abordaje; la pobreza que amenazaba su lugar de vida, el mar bravío. Y al detallar las olas en que se mecían cadáveres y mástiles rotos, el mísero escritor pensó en su crónica sin triunfo, gobernada por fuerzas sordas y fatales, y más allá de todo increíble, mágica, sobrehumano.
Temor de la cólera, de Ah’med el Qalyubi
En una de sus guerras, Alí derribó a un hombre y se arrodilló sobre su pecho para decapitarlo. El hombre le escupió en la cara. Alí se incorporó y lo dejó. Cuando le preguntaron por qué había hecho eso, respondió:
-Me escupió en la cara y temí matarlo estando yo enojado. Sólo quiero matar a mis contrincantes estando puro frente Dios.
La confesión, de Manuel Peyrou
En la primavera de 1232, cerca de Aviñón, el caballero Gontran D’Orville mató por la espalda al detestado conde Geoffroy, señor del lugar. Instantaneamente confesó que había vengado una ofensa, dado que su mujer lo engañaba con el Conde.
Lo sentenciaron a fallecer decapitado, y diez minutos antes de la ejecución le permitieron recibir a su mujer, en la celda.
-¿Por qué mentiste? -preguntó Giselle D’Orville-. ¿Por qué me repletas de vergüenza?
-Porque soy débil -repuso-. Así mismo simplemente me cortarán la cabeza. Si hubiera confesado que lo maté porque era un tirano, primero me torturarían.
Mensaje, de Thomas Bailey Aldrich
Una mujer está sentada sola en una casa. Sabe que no hay nadie más en el mundo: todos los otros seres han muerto. Apalean a la puerta.
Tranvía, de Andrea Bocconi
Por fin. La desconocida subía siempre en aquella parada. «Amplia sonrisa, caderas anchas… una madre increíble para mis hijos», pensó. La saludó; ella respondió y retomó su lectura: culta, actualizada.
Él se puso de mal humor: era muy conservador. ¿Por qué respondía a su saludo? No lo conocía.
Dudó. Ella bajó.
Se sintió divorciado: «¿Y los niños, con quién van a quedarse?»
El dedo, de Feng Meng-lung
Un hombre pobre se encontró en su sendero a un anticuado amigo. Éste tenía un poder sobrehumano que le permitía realizar milagros. Como el hombre pobre se quejara de las adversidades de su crónica, su amigo tocó con el dedo un ladrillo que en el instante se convirtió en oro. Se lo ofreció al pobre, pero éste se lamentó de que eso era muy poco. El amigo tocó un león de piedra que se convirtió en un león de oro macizo y lo agregó al ladrillo de oro. El amigo insistió en que los dos regalos eran poca cosa.
-¿Qué más deseas, dado que? -le preguntó asombrado el hacedor de prodigios.
-¡Quisiera tu dedo! -contestó el otro.
El Sueño de un Rey, de Lewis Carroll
-Ahora está soñando. ¿Con quién sueña? ¿Lo sabes?
-Nadie lo sabe.
-Sueña contigo. Y si dejara de soñar, ¿qué sería de ti?
-No lo sé.
-Desaparecerías. Eres una figura de su sueño. Si se despertara ese Rey te apagarías como una vela.
El Verdugo, de A. Koestler
Cuenta la historia que había una vez un verdugo llamado Wang Lun, que vivía en el reino del segundo emperador de la dinastía Ming. Era habitual por su aptitud y efectividad al decapitar a sus víctimas, pero toda su crónica había tenido una secreta aspiración jamás realizada todavía: cortar tan rápidamente el cuello de un sujeto que la cabeza quedara sobre el cuello, posada sobre él. Practicó y practicó y por último, en su año sesenta y seis, realizó su ambición.
Era un atareado día de ejecuciones y él despachaba cada hombre con entretenida velocidad; las cabezas rodaban en el polvo. Llegó el duodécimo hombre, empezó a subir el patíbulo y Wang Lun, con un golpe de su espada, lo decapitó con tal celeridad que la víctima continuó subiendo. Cuando llegó arriba, se dirigió airadamente al verdugo:
-¿Por qué prolongas mi agonía? -le preguntó-. ¡Habías sido tan misericordiosamente rápido con los otros!
Fue el colosal momento de Wang Lun; había coronado el trabajo de toda su crónica. En su rostro apareció una serena sonrisa; se volvió hacia su víctima y le dijo:
-Tenga la amabilidad de inclinar la cabeza, por favor.