Como sucede en otras películas de los años 50 (pienso en Winchester 73), la trama de Madame de… hace aparición cubierta en una artificiosa composición alrededor de un elemento que va modificando de manos: en esta situación, unos atentos. El virtuosismo de la planificación en continuidad, compuesta de movimientos de cámara sinuosos y llenos de datos que hacen revivir de manera impecable un pasado desaparecido, ilustra en pequeña escala el movimiento de vaivén continuo de ese objeto, que comienza siendo banal y después se transforma en mágico.
La película se abre con un extenso chato de una mujer que rebusca entre los elementos de su tocador y su armario: joyas, pieles, vestidos, zapatos; la cámara rehúye su rostro hasta que este se dibuja en un espejo (fotograma 1), en un principio que quizá Fellini tuvo en cabeza para el de Giulietta degli spiriti. En contraste con Fellini, Max Ophuls no se ve buscar ningún concepto metafísico en la iniciativa del reflejo, sino un fácil retrato de la coquetería de la mujer.
La película nos muestra, por consiguiente, a una mujer frívola que vive en un mundo en el que sólo importa lo aparente, donde la hermosura de las superficies se ve unida a la demostración del poder, y por consiguiente al cinismo y la crueldad.
De este modo, del interior de las volutas barrocas de esa delicada opereta de enredo emerge con naturalidad otro dibujo bien diferente: un triángulo clásico, un melodrama puro. Más que un mero vértice, el centro del triángulo es el personaje de Louise de… (Danielle Darrieux – la sepa del apellido proporciona énfasis a la preposición, al hecho de que la mujer es una pertenencia de su marido).
La historia se lleva a cabo en la Francia del cambio de siglo, que se ve, en manos de Ophuls, una extensión occidental del imperio austrohúngaro, con su ópera neoclásica, su redundancia en lo militar, la omnipresencia del honor masculino y los duelos. La película exhibe con claridad la asimetría de la posición de la mujer en una sociedad donde el único objeto de las relaciones humanas se ve ser el de esconder los sentimientos auténticos: en tanto que su marido, el general André (Charles Boyer), lo sabe todo, ella sólo puede maquinar los engaños más tontos.
Para Proust, el cariño es una patología ineludible, dolorosa y fortuita; Max Ophuls se ve comunicar esta concepción, pero también la de que su sepa es otra forma de patología, aún menos querible. Al final de cuenta, como escribió Thomas Mann, la vida no es más que una patología de la materia.
Estos planteamientos resuenan en la película ajeno de todo análisis psicológico. Todo está visto aquí desde fuera, en su área. El desarrollo de enamoramiento de la personaje principal con el seductor italiano Donati (Vittorio De Sica) se nos enseña por medio de una sucesión de bailes filmados a distancia variable, unos diálogos que se repiten con sutiles variaciones; ningún análisis sobre la dificultad de los impulsos contradictorios que se reúnen en la pasión (curiosidad, temor, afirmación, espera, celos y recelos, identificación, angustia); tampoco ningún sentimiento de culpa en los individuos. En vez de ello, en su representación del último baile de los enamorados, Ophuls recurre a una cita musical, evocando la anécdota de la sinfonía de los adioses de Haydn: mientras la pareja sigue bailando incansable, los músicos van abandonando la salón y apagando las velas (fotograma 2).
Esto nos hace ver que, antes que la novela, el modelo al que Ophuls aspira es el de la música: la misma composición de Madame de… recuerda a la de una obra musical, con sus retornos, repeticiones y variantes. Como en su enorme película de america Carta de una desconocida, asistimos dos ocasiones a una despedida en la estación, cuya planificación está calcada milimétricamente (fotogramas 3 y 4); la simetría estructural se hace visible también en la secuencia de la visita de la personaje principal a la iglesia, que se reitera al inicio y en el final con un concepto que no puede ser más diferente (el que media entre una ansiedad enlazada con las apariencias, y la desesperación auténtica).
Como en el Bolero de Ravel, obra con la que nuestro Ophuls comparaba a Madame de…, la alegría termina dando paso insensiblemente a una tristeza obsesiva, hasta que llega, de improviso, la modulación final, el cambio de tonalidad. Como escribió Vladimir Jankélévitch: “Una música hechizada, una música que tiene el diablo en el cuerpo no puede ser liberada más que por la felicidad de un sortilegio, lo único con la capacidad de interrumpir su movimiento perpetuo. (…) Es así como hay que abarcar la famosa modulación en mi, este clinamen arbitrario que rompe súbitamente el hechizo del Bolero y lo encauza hacia la coda liberadora, sin la que el bolero mecánico, renaciendo sin cesar de sí mismo, retornaría circularmente hasta la consumación de los siglos” (1).
El aspecto de Danielle Darrieux en la parte final de la película desmiente toda iniciativa de Belle Époque: irrealizable olvidar su rostro vacío y su figura enlutada realizando un paseo de ida y vuelta por una playa desolada (fotograma 5). Ophuls transfigura una historia de situaciones y hermana a su actriz con los arquetipos de mujer sufriente que dió el cine: Lillian Gish con Griffith, Falconetti con Dreyer, Ingrid Bergman con Rossellini, Kinuyo Tanaka y Kioko Kagawa con Mizoguchi.
(1) Ravel, Vladimir Jankélévitch
El pastor de la polvorosa
© cinema fundamental (junio 2018)
(Reseña original en explorando hacia moonfleet)
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