Comentar algún película de Buñuel es un desafío, porque las propias películas se comunican con una claridad que hace inútil algún paráfrasis; una claridad de cristal de roca, coincidente con la ambigüedad y la poesía. Cuando quiere ser ambiguo, Buñuel exhibe con toda precisión esa ambigüedad, y cuando quiere difundir la película a otra dimensión, más allá de la progresión del relato, lo ejecuta de manera fulgurante, con un solo detalle: en Nazarín se tienen la oportunidad de citar como ejemplos el parpadeo alucinado de Beatriz (Marga López), la imagen onírica del Cristo que se ríe a carcajadas frente Andara (Rita Macedo – fotograma 1), o los tambores del Viernes Santo de Calanda que acompañan la escena final.
Son tópicas las referencias a la tradición española de esta parte de la obra de Buñuel, como si el cineasta, en un avance similar al de Cernuda y otros exiliados, necesitara revivir otra España diferente de la de aquel momento: los enanos de Velázquez y las reyertas de Goya, la novela picaresca y el Quijote, parecen cobrar vida en Nazarín, como lo ejecuta la película, cargada de la peculiar rigidez fotográfica de Gabriel Figueroa, desde los grabados que ilustran los títulos de crédito. El tono literario de los diálogos, llenos de giros antiguos y expresiones intraducibles, abona ese tópico, pero nuestro Buñuel recordaba que la realidad española, al menos en tiempos de su juventud, era un óptimo muestrario de picaresca viva; y tampoco hay que olvidar su trabajo de campo en los barrios bajos de la Ciudad de México cuando preparaba el rodaje de Los olvidados (1950): “Salía muy temprano en autobús y caminaba a la suerte por las callejas, llevando a cabo amistad con la multitud, observando tipos, visitando casas. Recuerdo que algunas ocasiones iba a comentar con una chica que tenía parálisis infantil. Caminaba por Nonoalco, la plaza de Romita, una ciudad perdida en Tacubaya. Esos sitios después salieron en la película y algunos no hay ya” (1).
Galdós concibió a Nazarín como una clase de Don Quijote “a lo divino”: a semejanza del hidalgo español que aspiraba a recobrar el espíritu anacrónico y novelesco de los caballeros andantes, el sacerdote Nazarín (Francisco Rabal) revive la letra del Evangelio en todo su rigor ético (“para mí nada es de nadie; todo es del primero que lo necesita”), lo que hace que sus coetáneos, primordialmente en el ámbito del clero, lo tomen por loco; por su lado, la figura de Sancho Panza se desdobla de modo burlesco en dos mujeres, las citadas Beatriz y Andara, con las que el sacerdote convive de forma sospechosa a ojos de todo el planeta.
Como los individuos primordiales de La edad de oro (1930), Él (1952), Ensayo de un delito (1955) o Viridiana (1961), cada cual a su modo, Nazarín es un lunático. En su primera aparición, cuando denuncia apaciblemente a su patrona doña Chanfa (Ofelia Guilmáin) el robo que acaba de sufrir, entra a su cuarto (una operación que debe llevar a cabo por la ventana), y la entrada va acompañada por un increíble salto de eje (fotograma 2); nos adentramos en otro mundo, que responde a una lógica además del que pulula por el patio del Mesón Héroes: hombres que cargan cestos y bandejas de mimbre, mujeres que conspiran, niños que juegan, hombres que esquilan a un burro, los operarios de la electricidad con su libreta, el ingeniero angosto y de pocas expresiones que se ve sacado de un cuadro de El Greco, y hasta un afilador amenazado de desahucio; todos ellos realmente bien caracterizados en unos segundos.
Buñuel almacena la ambigüedad primordial del personaje primordial, que no por el momento no es admirable en su extravío, y lo contempla con inocencia, crueldad y humor a partes iguales; hacia el desenlace, lo compara implícitamente con el caballeresco enano Ujo (Jesús Fernández). La crueldad de la película va un paso más allá que la de Cervantes o Galdós porque el cineasta añade una visión agregada, tomada de la Justine del marqués de Sade: la demostración racionalista de la inutilidad del bien. La caridad de Nazarín no redime a nadie, no a él mismo: “Usted no tiene malicia, y hace las cosas a lo santo, con lo cual daña sin querer”, le dice Andara en la novela, y la película muestra sin piedad las consecuencias perversas de su candidez. No soy ningún profesional en Sade, pero leyendo por ahí he visto que hay una referencia más específica al divino marqués en la película: estamos hablando de la escena en que Nazarín asiste a una mujer enferma de peste, que ajusta el Diálogo entre un sacerdote y un moribundo (2). Buñuel cambia el sexo del moribundo y consigue encerrar toda la verbosidad silogística y blasfema del texto sadiano en una escueta frase: “Cielo no, Juan” (fotograma 3), seguida de la llegada de este último y el beso de los amantes, un desenlace digno de Artaud (3).
Don Quijote recupera su cordura cuando está al límite de la desaparición, en tanto que Nazarín lo ejecuta en el transcurso de su pasión, cuando es arrestado y conducido entre criminales: como Jesucristo, está con un óptimo y un mal ladrón, y recibe del primero la iluminación a través de otra fácil frase: “y su crónica para qué sirve, usted pa el lado bueno y yo pa el lado malo, ninguno de los dos servimos para nada”. Como corolario de esta proposición, comprobamos en el instante que su relación con Beatriz y Andara solo ha criterio para ellas un rodeo, pero no una salida: ámbas terminan como lo habrían hecho si jamás se hubieran topado con el sacerdote, la primera doblegada al dominio sin corazón del Pinto (Noé Murayama, de inquietantes puntos japoneses), con la cabeza apoyada en su hombro como antes se había posado en el de Nazarín (fotograma 4), y la segunda sendero de la prisión.
La película deja al personaje primordial en su momento de crisis, con la cabeza ceñida por una venda con apariencia de corona de espinas, cuando despierta de las ilusiones que han dirigido su crónica hasta entonces: observamos cómo repudia el don que le proporciona una mujer anónima porque quizá dejó de creer en la caridad, pero después lo facilita (fotograma 5). En ese momento, ¿vuelve a ser un leal o comienza a ser humano? Y en ese último caso, ¿qué forma adoptará su humanidad? Buñuel se limita a plantear con claridad estas cuestiones, pero no las responde.
He vuelto a comprender Nazarín después de muy tiempo: pienso que lo único que recordaba de ella de primera mano, y me sigue pareciendo el colosal hallazgo de la película, es la entonación de Francisco Rabal. Con ese tono llano, de sin limites paciencia, cuya suavidad contrasta con lo rotundo de las ideas que expresa (tan diferente al acento chulesco del mismo actor en Viridiana), podría haberse expresado, si hubiéramos podido escuchar su voz, el mismo Don Quijote.
El pastor de la polvorosa
© cinema primordial (marzo 2017)
(Reseña original en explorando hacia moonfleet)
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(1) Tomás Pérez Turrent y José de la Colina: Buñuel por Buñuel. PLOT Ediciones, S.A. Madrid, 1993.
(2) El texto de Sade se puede leer aquí
(3) Un desarrollo similar al de la moribunda de Nazarín lo expresa la joven poeta Robin Myers en este poema
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