En esta época dominada por la “posverdad” (neologismo de próxima irrupción en la RAE para saber “aquella información o aseveración que no se sostiene en hechos objetivos, sino que apela a las emociones, creencias o deseos del público” – 1) resulta increíble corroborar un extenso film como Rashomon, posiblemente la primera obra de enorme intensidad maestra de la filmografía de Kurosawa y una de las más lúcidas y bellísimas reflexiones sobre la predominación de “la subjetividad en la percepción y memoria del espectador en el instante de narrar un exacto hecho” (2).
El hecho, en esta situación, es el de la violación de una mujer y asesinato (o suicidio) de su marido en un paraje boscoso por el que transitaba la pareja. Un hecho del que iremos a tener 4 ediciones narradas por sendos individuos, tres de ellas realizadas con fachada de declaración policial por los individuos primordiales directos del hecho (Tajômaru – Toshirô Mifune -, el bandido que asalta a la pareja y viola a la mujer; Masako – Machiko Kyô -, nuestra mujer víctima de la violación; y Takehiro – Masayuki Mori – el difunto marido, que cuenta su versión a través de una médium) y una cuarta a cargo de un leñador (Takashi Shimura) que asegura haber presenciado los hechos oculto entre la maleza.
Para añadir contrariedad a este desarrollo, Kurosawa nos enseña tres tiempos diferentes en la composición de la narración: el de los hechos narrados; el de las declaraciones de los tres individuos primordiales de los mismos (situado cronológicamente tres días después del hecho – y cabe atribuir a algo más que una fácil coincidencia la reiteración del número “3”); y el del acercamiento del leñador con un sacerdote y un peregrino bajo la puerta de Rashomon (un templo abandonado en el que, según la leyenda “vivía un diablo y comunican que salió por miedo a los hombres” – fotograma 1) poco después de la declaración policial, en el que se nos van a relatar las 4 ediciones del hecho.
“Hace tres días, yo dormitaba en la montaña. La tarde era calurosa. Entonces, un rápido rostro de aire fresco me acarició. Y la vi”, son las expresiones con que inicia su narración el bandido Tajômaru (y Kurosawa nos ofrece un primer alarde de virtuosismo visual plasmando la sensación expresada por el personaje al despertarse después de sentir las sombras de las hojas agitándose sobre su rostro al paso de la doncella – fotograma 2). Una narración que coincidirá con la de los otros tres individuos hasta el día de hoy exactamente posterior a la violación de Masako de parte de Tajômaru, y que desde ahí nos ofrecerá 4 diferentes ediciones de las causas de la desaparición de Takehiro y, más que nada, de la actitud moral de los individuos primordiales del hecho (cada uno de ellos intentando justificar su actuación, paradójicamente atribuyéndose la deber por la desaparición de Takehiro).
Hay una imagen que se reitera de manera muy aparente en tres de las 4 ediciones, precisamente en el punto de inflexión donde la narración toma los distintos cauces según el narrador de los hechos: me refiero al chato de la daga clavada en el suelo que Masako deja caer justo después de ser violada (fotograma 3). Con esta imagen, Kurosawa se ve fijar la realidad objetiva a través del único elemento coincidente en la narración de los tres individuos primordiales del hecho. Desde este momento, cada personaje reinterpreta los hechos en función de su propia conveniencia: Tajômaru atribuyéndose la desaparición de Takehiro después de un heroico desafío a espadas instigado por nuestra Masako (“O mueres tú, o muere mi marido. Sólo podré vivir con el que sobreviva”, sentencia la mujer según expresiones del bandido); Masako, declarándose a su vez responsable de la desaparición de su marido como respuesta a la fría mirada con que éste se ve culparla tras sufrir la violación de Tajômaru; y nuestro Takehiro, narrando su supuesto suicidio tras presenciar atormentado la mirada embelesada de Masako hacia Tajômaru después de ser violada por éste (“Yo jamás la había visto tan hermosa como en aquel instante”).
“Todo es mentira. No tenía ninguna daga clavada en el pecho, Le mataron con la espada”, argumenta ofuscado el leñador para defenderse de la acusación del peregrino que sospecha que fue él quien se llevó la sustancial daga desaparecida del lugar de los hechos. Y para justificar su afirmación, nos ofrece su versión de los hechos, donde la supuesta justificación moral de la actuación de los tres individuos primordiales (en sus que corresponden narraciones) queda exactamente en entredicho: la de Masako (aunque en un matiz muy menor como víctima real de la violación de Tajômaru), al propiciar el combate entre los dos hombres para hacerse merecedores de quedarse con ella como trofeo; pero más que nada la de Tajômaru y Takehiro, los cuales, tras denegar cada uno a Masako, se enzarzan en un desafío que pondrá en prueba la cobardía de los dos combatientes (magnífica la imagen de las espadas temblorosas para detallar el terror de los dos individuos durante la pelea – fotograma 4) y que culminará con la ejecución de Takehiro de parte de Tajômaru en una acción completamente alejada del tono heroico con el que el bandido había descrito el episodio. Por supuesto, la versión del leñador finaliza con la imagen de Takehiro, después de asesinar a su contrincante, huyendo del lugar con la daga en sus manos, y exculpándose así de la acusación de ser el constructor del robo del arma.
La conclusión es evidente: no hay solo una verdad, sino tantas como presentes de un mismo hecho. Y Kurosawa deja en manos del espectador la construcción de su propia versión desde los distintos cuentos de los hechos, consciente de ser él mismo uno más de los narradores, y por consiguiente, incapaz a su vez de filmar la verdad objetiva que permanecerá siempre oculta en el claroscuro de luces y sombras que domina el paraje en el que tienen lugar los hechos de la película.
David Vericat
© cinema primordial (Julio 2017)
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1. Períodico El Mundo: El término “posverdad” entrará este año en el diccionario de la RAE
2. Según el muy aconsejable artículo de Francisco García Lozano en El espectador Imaginario: La objetividad en Rashomon: un hecho, infinitas miradas
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