Resumen del libro El Aleph. Jorge Luis Borges.

 

El Aleph se encuentra dentro de los libros de cuentos más representativos del escritor argentino Jorge Luis Borges. Fue anunciado en 1949 y reeditado por el creador en 1974. Sus contenidos escritos remiten a una inmensidad de fuentes y bibliografías alrededor de las cuales se articulan mitos y metáforas de la tradición literaria universal.
Esta obra marca un punto de inflexión respecto al estilo que destilaba su colección previo de cuentos, Ficciones. Esto obedece a que aun manteniendo su estilo sobrio y perfeccionista, el escritor aborda aquí otra serie de eventos u elementos inverosímiles enmarcados en un ámbito verdadera, ayudando a destacar su carácter fantástico. Así, como los cuentos de Ficciones describen mundos inviábles, los de El Aleph revelan grietas en la lógica de la realidad; detallan una irrealidad secreta y oculta que, aunque es más aparente en cuentos como El Zahir, La escritura del Dios o El Aleph, también está presente aunque una manera más sutil en otros aparentemente más realistas como Emma Zunz o El muerto.
Para bastante gente, El Aleph es “uno de los puntos del espacio que tienen dentro todos los puntos». Borges no se aguanta la curiosidad y llega a la vivienda de Carlos Argentino, para ver con sus propios ojos el Aleph. Para esto, debe bajar por un ajustado sótano hasta hallarse con este punto de luz que exhibe a sus ojos toda la presencia, todas las imágenes que Borges puede imaginar y más.
Son muchas las interpretaciones sobre este relato, algunas comentan que el sótano de Carlos Argentino, donde está el Aleph es una alegoría al Infierno de Dante en La Divina Comedia, en tanto que otros la relacionan con el mito de la caverna de Platón.
Otro punto que fué digno de análisis en El Aleph es la narración del relato, que se ejecuta en primera persona, es Borges quien narra, pero se ve ser un Borges inventado por el creador, quien de hecho, tiene una inclinación a opinar sin ningún tipo de inhibición sobre todo lo que le circunda, una clase de puesta en abismo para confundir al lector y que percibiremos en este ejemplo del cuento «La Escritura de dios»:
La cárcel es profunda y de piedra; su forma, la de un hemisferio especial, más allá de que el piso (que también es de piedra) es algo menor que un círculo máximo, hecho que agrava de algún modo los sentimientos de opresión y de vastedad. Un muro medianero la corta; éste, aunque altísimo, no toca la parte de arriba de la bóveda; de un lado estoy yo, Tzinacán, mago de la pirámide de Qaholom, que Pedro de Alvarado incendió; del otro hay un jaguar, que mide con misterios pasos iguales el tiempo y el espacio del cautiverio. A ras del suelo, una extendida ventana con barrotes corta el muro central. En la hora sin sombra se abre una trampa en lo prominente,, y un carcelero que fueron eliminando los años maniobra una roldana de hierro, y nos baja en la punta de un cordel, cántaros con agua y trozos de carne. La luz entra en la bóveda; en ese momento puedo ver al jaguar.
He perdido la cifra de los años que yazgo en la tiniebla; yo, que en algún momento era joven y podía caminar por esta prisión, no hago otra cosa que aguardar, en la posición de mi muerte, el objetivo que me destinan los dioses. Con el hondo cuchillo de pedernal he abierto el pecho de las víctimas, y en este momento no podría, sin magia, levantarme del polvo.
La víspera del incendio de la pirámide, los hombres que bajaron de altos caballos me castigaron con metales ardientes para que revelara el sitio de un tesoro escondido. Abatieron, enfrente de mis ojos, el ídolo del dios; pero éste no me abandonó y me mantuvo discreto entre los tormentos. Me laceraron, me rompieron, me deformaron, y después desperté en esta cárcel, que por el momento no dejaré en mi vida mortal

Urgido por la fatalidad de llevar a cabo algo, de poblar de algún modo el tiempo, quise acordarse, en mi sombra, todo lo que sabía. Noches enteras malgasté en acordarse el orden y el número de unas sierpes de piedra o la forma de un árbol medicinal. Así fui revelando los años, así fui accediendo en posesión de lo que ya era mío. Una noche sentí que me acercaba a un recuerdo preciso; antes de ver el mar, el viajero siente una agitación en la sangre. Horas después empecé a avistar el recuerdo: era una de las tradiciones del dios. Éste, previendo que en el objetivo de los tiempos ocurrirían muchas desventuras y ruinas, escribió el primer día de la Creación una sentencia mágica, apta para conjurar esos males. La escribió de forma que va a llegar a las más apartadas generaciones y que no la tocara el azar. Nadie sabe en qué punto la escribió, ni con qué caracteres; pero nos consta que perdura, secreta, y que la leerá un elegido. Consideré que estábamos, como siempre, en el objetivo de los tiempos y que mi destino de último sacerdote del dios me daría ingreso al privilegio de intuir esa escritura. Visto que me rodeara una cárcel no me vedaba esa esperanza; acaso yo había visto cientos de ocasiones la inscripción de Qaholom y sólo me hacía falta entenderla.
Esta reflexión me animó, y después me infundió una clase de vértigo. En el ámbito de la tierra hay formas antiguas, formas incorruptibles y eternas; alguno de ellas podía ser el símbolo buscado. Una montaña podía ser la palabra del dios, o un río o el imperio o la configuración de los astros. Pero en el curso de los siglos las montañas se allanan y el sendero de un río frecuenta desviarse y los imperios conocen mutaciones y estragos y la figura de los astros varía. En el firmamento hay mudanza. La montaña y la estrella son individuos, y los individuos caducan. Busqué algo… [continua]

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