«Retirado en la paz de estos desiertos, con pocos, pero doctos libros juntos,/ vivo en conversación con los difuntos/ y escucho con mis ojos a los muertos.»
Con esta estrofa comienza la lectura del libro, enrumbando al lector en el instante en tema, al enfrentarnos a las paradojas y maravillas de la lectura: La extraordinaria aptitud de transformar el habla, evanescente y sonora, voladora y escencial, en signos gráficos fijos que tenemos la posibilidad de decodificar a la misma agilidad que si los escucháramos. El matemático y doctor en psicología Stanislas Dehaene, escribió un libro impresionante sobre las habilidades cerebrales que se activan a lo largo de la lectura y la escritura.
Es una proeza difícil de explicar: La clase humana tiene un cerebro con la capacidad de producir lenguaje ya hace millones de años. Nacemos programados para estudiar a hablar: por eso un bebe de tres años es con la capacidad de construir oraciones complicadas. Pero la escritura tiene menos de seis mil años, y el alfabeto, solamente 3800.
Es una adquisición muy reciente; Es imposible que nuestro cerebro haya evolucionado para conducir esta novedosa utilidad. Y, no obstante, así como en el cerebro se hallan zonas preparadas en el lenguaje, hay también áreas bien exactas dedicadas a procesar la escritura. Áreas que son las mismas para admitir las escrituras alfabéticas, como el español o el inglés, que las ideográficas, como el chino. Es como si naciéramos genéticamente predispuestos para estudiar a leer y escribir.
Ese enigma encanta a Dehaene, quien se formó como matemático en la École Normale Supérieure de París y después se doctoró en psicología cognitiva, especialidad donde alcanzó reconocimiento en todo el mundo. Hoy es instructor en el Collège de France. Su modo de estudiar la lectura se asienta en un cruce especial entre las ciencias naturales y las humanidades, el consultorio y el sala, el libro y la PC. Va del ensayo de gabinete al estudio de las imágenes y las lesiones cerebrales, en un arco que tiene dentro la crónica de los sistemas de escritura y la creación de escrituras artificiales para testear hipótesis.
El resultado es como abrir el arcón que almacena los misterios del pensamiento. En términos abstractos pero también íntimos, personales. Recorrer El cerebro lector. Últimas novedades sobre la lectura, la enseñanza, el estudio y la dislexia nos regala varios instantes de reconocimiento, ese momento de «ajá» en que entendemos y nos sentimos identificados con lo que enseña. Y hasta nos ofrece la oportunidad de jugar, al mostrarnos algunos experimentos de lectura que nos convierten, a la vez, en sujeto y objeto de la indagación.
Dehaene, enseña la aptitud del cerebro de procesar la escritura a enorme agilidad desde su «plasticidad» y la noción de «reciclaje neuronal» que postula que, más allá de que la composición del cerebro tiene un fuerte ingrediente genético, facilita que algunos circuitos toleren un margen de variabilidad, frente cambios en el ámbito.
Para el francés, el cerebro es «un gadget atentamente estructurado que se las arregla para adaptar algunas de sus partes para un nuevo uso». Eso sucede con la lectura y el sistema visual. Poseemos una aptitud genética para ubicar patrones visuales que nos facilita, entre otras cosas, detectar un mismo objeto en condiciones de luz y sombra muy dispares.
Esa aptitud nos facilita también admitir las letras aunque la escritura manuscrita les dé formas muy dispares. O entender que los signos «A» y «a», que no se parecen en nada, corresponden al mismo sonido, precisamente igual que «O» y «o», que sí se parecen.
El corolario de esta adaptabilidad es inevitable: Si nuestro sistema visual nos permitió desarrollar la lecto-escritura, también le impuso limitaciones. Entre otras cosas, la agilidad a la que tenemos la posibilidad de leer tiene como límite el tiempo que tardan nuestros ojos en «saltar» de un grupo de letras a otro en una línea de texto: de dos a tres décimas de segundo.
Pero la computación viene al auxilio. Si se enlista un texto móvil, que muestra una oración palabra por palabra en el punto donde se fija la mirada (al modo de algunos avisos luminosos de los setenta), es viable evadir que el ojo deba saltar de una palabra a otra. Un individuo puede pasar así de leer 400 o 500 expresiones por minuto (lo máximo en condiciones normales), a 1100 y hasta 1600, si es un enorme lector.
Con este método, llamado «presentación visual rápida», la identificación de las expresiones y la comprensión del texto no se aprecian damnificados, lo que revela que la agilidad de lectura encuentra un límite físico en las características de nuestra visión y no en el procesamiento cerebral.
Con en relación a lo que hace el cerebro con el input que le llega de los ojos, algunos postulan que, al leer, reconocemos las expresiones escritas de manera directa (es decir, transformamos una imagen en una idea) y quienes comentan que debemos pronunciarlas mentalmente para entenderlas (transformamos una imagen en un sonido y sólo así llegamos a una idea).
Dehaene, acumula estudio tras estudio que detallan que esas dos vías trabajan en paralelo y se refuerzan mutuamente. La segunda, no obstante, es fundamental: Recurrimos a ella frente una palabra que observamos por primera oportunidad o cuando nos cuesta admitir lo que leemos.
Las apps de estos estudios son amplísimas. Desde luego, en medicina, en relación con la rehabilitación de pacientes que sufrieron daño cerebral. Y también en educación, en especial frente la dislexia, que perjudica la aptitud de lecto-escritura en personas de sabiduría habitual o mayor a la habitual. Más allá -o más acá- de esos usos prácticos, El cerebro lector es un libro para gozar porque nos revela lo asombroso en lo diario y, en los movimientos repetidos, el prodigio.
… [continua]
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