Resumen del libro El Hermano de Asís. Ignacio Larrañaga.

 

En toda transformación hay primeramente un despertar. Después cae la ilusión y queda la desilusión; se desvanece el engaño y queda el desengaño. Pero el desengaño puede ser la primera piedra de un novedoso universo.
Tanto si analizamos los comienzos de San Francisco, como si observamos las transformaciones espirituales que suceden a lo que nos rodea, descubrimos, como paso previo, un despertar: el hombre se convence de que toda la verdad es no permanente; de que nada tiene solidez, salvo Dios y en toda adhesión a Dios, cuando es plena, se oculta una búsqueda inconsciente de trascendencia y eternidad. En toda salida hacia el Infinito palpita un deseo de liberarse de toda limitación y, así, la conversión se transforma en suprema liberación de la angustia.
El hombre, al despertar, se torna un sabio: Sabe que es disparidad absolutizar lo relativo y relativizar lo absoluto; sabe que somos buscadores de nacimiento de horizontes eternos y que las realidades humanas sólo proponen marcos estrechos que oprimen nuestras ansias de trascendencia, y así nace la angustia; sabe que la criatura acaba «ahí» y no posee ventanas de salida y, por eso, sus deseos últimos están siempre frustrados; y más que nada sabe que, al fin de cuentas, sólo Dios merece porque sólo Él da cauces a los impulsos ancestrales y profundos del corazón humano.
Tal es la iniciativa del creador, cuando nos habla de «El Poverello» de Asís, san Francisco; el de la profunda metanóia personal, que llegó a reconstruir en sí mismo al «hombre nuevo», a través de una distribución total al Señor. Por esto es proclamado el cantor del amor al hermano y a todo lo desarrollado.
Aquí, podemos consultar un caso de muestra de todo esto:
Eso mismo sucedió a francisco. Durante tres años, el hijo de doña Pica fue abriéndose insensiblemente, nadie sabía cómo, con la vestidura de la paz, nacida, sin lugar a dudas, de las profundidades de la independencia interior. Sólo con mirarlo, los que lo miraban quedaban vestidos de paz. Le nació -yo no sabría cómo decirle- una clase de inocencia o piedad para con todo lo que fuera insignificante o pequeñito… Le nació una clase de compasión para con los pordioseros y leprosos.
(En los mares de la gratitud)
Pero no alcanzaba con ofrecer limosna a los necesitados ni con ser cariñoso con los mendigos, no con proyectar la imagen de Jesús en aquellas piltrafas humanas. La prueba más decisiva de amor es, se dijo, ofrecer la vida por el amigo. Pero es viable que permanezca otra cumbre todavía más elevada: pasar por nuestra vivencia existencial del amigo. Eso es lo que logró Jesús en la Encarnación.
El hermano vio que las gentes jamás adoran al hombre puro, la criatura desnuda.
-Aman las cualificaciones superpuestas a la persona. Pero cuando empiezan a fallar, uno por uno, todos los polos de atracción y queda la criatura pobre y desnuda, ¿quién la amará?, ¿quién la mirará? ¿quién se le aproximará? Sólo el corazón puro y desinteresado – pensaba el hermano. Corazón puro es aquel que fué visitado por Dios.
El hermano vio que, comunmente, si el corazón no fué purificado , el hombre se busca a sí mismo en los demás. Se sirve de los demás en vez de ser útil a los demás. Siempre hay un misterio e inconsciente juego de intereses.
¿Humanismo? Humanismo es el culto o dedicación al sencillamente hombre, a la criatura desnuda de atavíos y carente de polos de atracción. Es realmente difícil el verdadero humanismo allá donde no permanezca un desarrollo de purificación del corazón.
Humanismo puro no puede existir sin Dios. En la actualidad, sólo Dios puede llevar a cabo la revolución del corazón, capitalizando los juicios de valor, derribando instalaciones y apropiaciones, y levantando escalas de nuevos intereses.
-Hijo mío, nos olvidamos de la cruz. Cuánto cuesta despojarse. Qué difícil hacerse pobre. Nadie quiere ser pequeñito. Suponemos que tenemos la posibilidad de y debemos llevar a cabo algo: redimir, ordenar, editar, socorrer. SÓLO DIOS SALVA, mi amado Egidio. En el momento de la realidad, nuestras organizaciones de salvación, nuestras tácticas apostólicas van rodando por la pendiente de la frustración. De eso poseemos recientes enseñanzas pero jamás escarmentamos. Créeme, hijo mío, es infinitamente más fácil montar una vigorosa maquinaria de conquista apostólica que hacerse pequeñito y humilde. Nos parecemos a los apóstoles, cuando en la ascensión a Jerusalén, les habló el Señor del calvario y la Cruz. «Ellos no entendieron nada», no quisieron entender nada y volvieron a otra sección la cara. Nuestros movimientos primarios, hijo mío, sienten viva repugnancia por la Cruz.
-Por eso -concluyó el hermano-, instintivamente cerramos los ojos a la Cruz y justificamos con mil racionalizaciones nuestras ansias de conquista y victoria. Hacerse pequeñitos, he aquí la salvación. Comencemos por admitir que sólo Dios salva, sólo Él es omnipotente y no requiere de nadie. De requerir algo, sería de siervos insignificantes, pobres y humildes, que imiten a su Hijo sumiso y obediente, capaces de amar y perdonar. Sólo eso, de nuestra parte. Lo demás lo hará Dios.
-Mi señor y padre. Cuando tengamos un olivar, necesitaremos y construiremos un lagar. Cuando tengamos el lagar, necesitaremos carretas y bueyes para llevar el aceite a venderlo. Cuando vendamos el aceite, vamos a tener una pequeña ganancia. Con la pequeña ganancia, compraremos novedosas hectáreas de tierra. Con más hectáreas alquilaremos jornaleros, creciendo así nuestras caracteristicas. Las muchas caracteristicas necesitarán, con el tiempo, murallas defensivas. Las murallas exigirán, más tarde, soldados para vigilarlas y protegerlas. Los soldados necesitarán armas. Y las armas nos llevarán indudablemente, un día, a los conflictos y guerras. De las caracteristicas a las guerras, he aquí el resumen de una historia.- terminó diciendo Francisco.
Francisco, el hombre de la paz, tocaba aquí la herida viva y sangrante de la sociedad humana: toda propiedad es probablemente crueldad.
*Sólo la pobreza total transporta a la paz, a la transparencia y a la fraternidad.
Su palabra tenía autoridad moral… [continua]

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