Una mañana, el cadáver de un marinero es arrastrado por la marea hasta la ribera de una playa gallega. Si no tuviera las manos atadas, Justo Castelo sería otro de los hijos del mar que encontró su tumba entre las aguas mientras que faenaba. Sin testigos ni indicio de la embarcación del fallecido, el lacónico inspector Leo Caldas se sumerge en el entorno marinero del pueblo, tratando de aclarar el crimen entre hombres y mujeres que se resisten a desvelar sus sospechas y que, cuando se resuelven a charlar, apuntan en una dirección demasiado insólita.
Un tema nubloso para Caldas, que atraviesa días difíciles: el único hermano de su padre está gravemente enfermo y su cooperación radiofónica en Onda Vigo se está volviendo inaguantable. Tampoco facilita las cosas el carácter impetuoso de Rafael Estévez, su asistente aragonés, que no termina de amoldarse a la manera de ser del inspector.