Que el melodrama puede ser un género de enorme manera subversivo es algo que Douglas Sirk (junto con el Buñuel mejicano) dejó bien claro a lo largo de toda su obra, al menos en lo relacionado a su etapa de america (desconozco todas sus películas alemanas, tarea pendiente), y primordialmente durante la década de los cincuenta, cuando el director rodó parte sustancial de sus superiores títulos, entre los que figura sin duda esta oscurísima crónica sobre el poder alienante del matrimonio (y la familia) como elemento castrador de las ilusiones y anhelos de sus elementos.
El inicio del film no puede ser más explícito: “Había una vez, en la soleada California…”, reza el título que hace aparición justo después de los créditos para prestar paso a la imagen de la región bajo un profundo aguacero, en un claro indicio de que nada será según rezan las convenciones cuando observemos de cerca el feliz universo familiar conformado por el matrimonio entre Clifford (Fred MacMurray) y Marion Groves (Joan Bennett). Llama la atención también la fotografía en un blanco y negro de contrastados problemas (excelente Russell Metty) que nos hace pensar sin lugar a dudas en el film noir de la época, una elección que, más allá de no ser al inicio del gusto de Sirk (que pretendía rodar la película en color, como logró en todos sus melodramas de la época, a excepción de Ángeles sin brillo), desde mi método no hace sino remarcar el tono lúgubre de la historia.
“Una casa hermosa y acogedora. Así como deseabas”, le señala Norma Miller (Barbara Stanwyck) después de presentarse por sorpresa frente Clifford tras veinte años sin verse. Y en la lacónica respuesta del personaje primordial advertimos exactamente el infortunio del marido y padre de familia frente la monotonía de su historia realmente bien estructurada. Un orden que contrasta con el bullicio y la acumulación de elementos que observamos en la compañía de juguetes del personaje primordial, el único ámbito en el que consigue huír del tiránico régimen que reina en el sitio de vida familiar y en donde resurgirán sus sentimientos soterrados hacia Norma, después de que ésta le pida que le muestre su lugar de trabajo y vea admirada sus “creaciones” (en una actitud de cooperación completamente impensable de parte de la mujer, Marion).
El acercamiento de Clifford y Norma en Palm Valley (en donde el personaje primordial pretendía pasar un fin de semana con Marion, fallido en el último momento por un esguince de la pequeña Frankie – Judy Nugent – y la consiguiente negativa de la abnegada madre a dejar el sitio de vida para poder atender la tragedia) no hará sino intensificar la euforia del personaje primordial, llegando a manifestar una sensación de regresión que le llevará a reencontrarse con emociones completamente olvidadas durante su matrimonio. “Me siento como un joven en el instituto”, confesará Clifford durante su estancia en Palm Valley, incapaz todavía de descubrir sus sentimientos hacia Norma (o más bien negándose a la evidencia), por lo cual no dudará en invitarla a su lugar de vida a su regreso en lo que será una velada de auténtica pesadilla, con los pertenecientes de la familia llevando a cabo frente común contra la amenaza que Norma representa para el orden por defecto (Sirk planifica la secuencia mostrándonos a Clifford y Norma siempre juntos, como si de la auténtica pareja se tratara, en contraposición a la imagen de Marion, sola, al otro lado de la mesa).
“Qué velada tan encantadora”, dice impasible Marion tras la marcha de Norma, a eso que Clifford estalla: “Ha sido horrible”. Y frente la reacción extrañada de la mujer, el personaje primordial se lamenta: “Soy como uno de mis juguetes: el robot que anda y habla. Me dan cuerda por la mañana y a trabajar. Y después a casa a cenar y a dormir”. La respuesta de Marion, personaje completamente alienado e incapaz de la más mínima emoción (¿es muy descabellado pensar en La invasión de los ladrones de cuerpos, el inquietante film de Don Siegel estrenado exactamente el mismo año?) no puede ser más lacerante: “Menudo día tengo mañana: agarrar la colada, devolver los libros a la biblioteca, llevar a Frankie al dentista…”.
Personaje cada vez más prisionero en su lugar de vida (elocuente la imagen del personaje primordial llamando a Marion detrás de los barrotes de la barandilla de la escalera – fotograma 1) hasta llegar a vivir un sentimiento de auténtica aversión hacia los pertenecientes de su propia familia (demoledor el gesto de levantar las páginas del periódico que está leyendo para omitir tener que ver el retrato familiar que tiene enfrente), Clifford acudirá frente Norma como su única ocasión de huida, en un atormentado y vano intento por retroceder en el tiempo, de esta manera que observamos en la magnífica imagen de la pareja con la silueta del pequeño robot de juguete en primer término (y continuando en dirección contraria – fotograma 2), y como sentenciará nuestra Norma (a la que antes hemos visto en otro chato increíble, con la cara bañado por las lágrimas de la lluvia reflejada a través de un colosal ventanal – fotograma 3): “No me quieres. Lo que quieres es recobrar tu juventud y ser otra vez libre. Es irrealizable. Nadie puede”. Tras lo cual, de regreso al lugar de vida, asistiremos a uno de los más devastadores finales de la filmografía de Douglas Sirk (y por extensión, de la historia del melodrama), con un robotizado Clifford continuando con semblante inexpresivo a través de Marion mientras proclama con tono impasible su sumisión: “Va todo bien. Me conoces mejor que yo” (fotograma 4).
David Vericat
© cinema primordial (enero 2015)