Un andar solitario entre la gente
«No es flâneur o no sabe accionar como tal aquel que camina rápidamente, aquel que bosteza en la calle, aquel que sucede al costado de una hermosa dama y no la mira, así como enfrente de un escaparate o cerca de un saltimbanqui y no se detiene».
(Charles Philipon)
Llega un instante en que una localidad consigue unas proporciones tan desmesuradas que se transforma en paisaje. Paisaje urbano, denso, que se puede recorrer como haríamos con un bosque, una jungla o un desierto. Este paisaje tiene su paisanaje, que sería la multitud de gente que lo habita transformada en masa anónima y ajetreada que se desplaza nerviosa sin recomponer en el otro que camina a su lado, hacia el que siente, con continuidad, una mezcla de indiferencia y hostilidad. Hostilidad más que nada generada por una progresiva mercantilización de todo el planeta, que transforma al otro en un obstáculo o en un medio para nuestros objetivos productivistas o utilitaristas. La masa, doblegada a una «semiosfera» urbanística y publicitaria, sufre el secuestro de su mirada, que queda atrapada entre pantallas, cuadros, rótulos, avisos y demás trampas de la atención.
De repente, entre la multitud, hace aparición un caminante subversivo, que no se enfrenta a las lógicas de la calle pero que las esquiva. Es un fuerte camuflado en los recovecos de la masa. Nadie se ofrece cuenta de que está ahí observando. Es un transeúnte relajado, sutil, que se ve que no hace nada pero que todo lo mira y todo lo oye. Es un recolector urbano, un explorador de las maravillas pasajeras que puede deparar una colosal urbe, un espectador puro, un flâneur.
Un recorrido por la localidad, aunque transcurra en el curso de unas escasas horas, puede ser una auténtica aventura, un viaje terminado de hallazgo. Puede sugerir lugar a «lúcidas ebriedades favorecidas por la soledad y el ejercicio físico». Esta clase de caminata hace que la conciencia de sí se vuelva discreta para después quedar en suspenso y desvanecerse por fin (para Louis Huart, constructor de «Fisiología del flâneur», una de las características primordiales de este caminante es la de suspender la conciencia de sí). Andar es estar fuera, volcado hacia lo exterior hasta el punto de terminar no-siendo o siendo un don-nadie. Las intranquilidades y obsesiones se disuelven en la observación incesante. Soy no lo que pienso, recuerdo o imagino, sino lo que van observando mis ojos y oyendo mis oídos. Es la «perfección de no hacer nada», aguardando «esa inmensidad de estímulos mentales que la tranquila observación puede deparar» a aquel que camina solo entre la multitud, rápido, sin ansiedad, sin avaricia y más que nada sin salir de su desconcierto.
«Un andar solitario entre la multitud» es un mosaico narrativo, un libro collage, un intento de montar el puzzle de la verdad parte a parte. El narrador, al tiempo que camina, junta algún material que encuentra a su paso, de hecho el de desecho («el colosal poema de este siglo sólo podrá escribirse con materiales de derribo»), en un intento de atrapar lo inmediato, el momento, la fluidez de todo el planeta, su textura maleable, su mutante epidermis. Es un texto constituido a través de la técnica del acarreo de materiales y su posterior ensamblaje con total independencia argumental. Un libro-río, una obra en marcha, que podría terminar algún ocasión o continuar sin pausas. Hablamos de acompañar a la verdad urbana en el transcurso de un trecho, dejándose llevar, como dirían los situacionistas, por «vectores de deseo», trazando y reflejando la psicogeografía de una colosal localidad.
Este libro además es un homenaje a eso que podríamos llamar «literatura del caminante urbano«, que subyugó en su día a Muñoz Molina, el cual aprendió a comprender y escuchar la localidad de una manera completamente diferente después de leer a De Quincey, Poe, Baudelaire, Pessoa o Benjamin, instructores todos en el arte de contar la localidad. De hecho se atreve nuestro narrador a fundar dos recientes ramas de la ciencia: la «deambulología» o estudio de los itinerarios seguidos por escritores, artistas, científicos… y la «topobiografía» o estudio de los domicilios en los que han vivido los individuos anteriores. Tampoco desaprovecha el constructor jienense esta ocasión para denunciar la sociedad de hoy, a la cual considera generadora importante de «basura, ansiedad y ruido» y hacer una reivindicación de forma simultanea del trabajo manual y la manipulación de lo tangible frente a los espectros virtuales que seducen a eso que Jaron Lanier llama «el rebaño digital».
Sergio Chejfek dice que las caminatas son la forma más extremista de desplazarse, que son la única actividad no colonizada por la economía capitalista. Positivos puntos de vistas, buenas orejas y buenas piernas son el único equipamiento infaltante para dedicarnos al arte de la «flânerie«, que visto con más hondura no sólo sería una manera de cubrir el recorrido con mayúsculas, la errancia lúcida, sino también una forma filosófica de vivir y reflexionar una única estrategia de estudio y hallazgo, una manera de estar y ser en el planeta más libre, rápida y radiante.