Resumen de la película Vampyr, la bruja vampiro

“Esta historia es sobre las extrañas aventuras de Allan Gray, que se vio inmerso en el estudio del vampirismo y del satanismo. Preocupado por las supersticiones del siglo pasado, se coinvirtió en un soñador para el que la línea entre lo real y lo sobrehumano se encontraba borrosa. Uno de sus paseos sin rumbo le llevó una noche a una posada junto al río en un pueblo llamado Courtempierre”

El texto inicial del décimo extenso film de Carl Theodor Dreyer, primero de su etapa sonora (tan exigua en cantidad como fértil en calidad: cinco largometrajes entre los que se cuentan 4 de sus enormes proyectos maestras), deja bien claro una de las primordiales intencionalidades (y logros) de Vampyr: la aparición de lo fantástico como un fenómeno de percepción subjetiva y, por consiguiente, intrínsecamente relacionado con la mirada en tanto que mecanismo de re-elaboración de la verdad objetiva.

Allan Gray (Julian West), el personaje principal del largometraje, nos es anunciado como “un soñador para el que la línea entre los real y lo sobrehumano se encontraba borrosa”, y será precisamente a través de su percepción cuando lo fantástico irrumpa en el relato para adueñarse completamente de la narración (y de la puesta en escena): ya desde la primera secuencia, observamos al personaje principal viendo a través de las ventanas el interior de la posada al que termina de llegar y, a continuación, observando la inquietante silueta de un hombre con una guadaña (primero desde el exterior del hotel, y a continuación desde la ventana de su habitación – fotograma 1). Desde este instante, y siempre a través de la mirada del personaje principal, la película va desgranando imágenes en las que lo fantástico va invadiendo la atmósfera hasta trasportarnos a un mundo donde la lógica y la razón ceden paso de forma gradual a la ilusión y a lo fantasmagórico: el grabado de un exorcismo que Gray inspecciona a la luz de una vela en su habitación; la silueta en la escalera de la posada de un adulto mayor con la cara desfigurado; la imagen de la llave en la puerta de la habitación rotando sobre la cerradura; o, después de la enigmática irrupción en su habitación de un hombre (Maurice Schutz) que le deja un pack con la inscripción “para ser abierto tras mi muerte” y una enigmática súplica (“Ella no debe fallecer, ¿me entiende”), la visión de una sombra humana carente de un cuerpo físico que la origine continuando por la orilla de un río. Situaciones que culminarán con dos instantes clave en los que Dreyer muestra de forma magistral la subjetivización de la mirada que va a controlar la escenificación de la narración:

1) Después de salir en busca del enigmático visitante, Gray llega frente a la entrada de una vieja vivienda donde mira la sombra de un hombre cavando en la tierra y, una vez en el interior, otra sombra, en esta ocasión la de la silueta de un vigilante, continuando independientemente por una pared hasta que se reúne con el cuerpo real del personaje, sentado en un banco de madera (el efecto visual de la secuencia es tan simple como increíble – fotograma 2). Una vez en el mismo chato ámbas entidades (cuerpo y sombra), observamos un primer chato de Gray observando al vigilante hasta que éste se levanta y sale de chato mientras la cámara (mirada de Gray) sigue en panorámica a la sombra continuando (de nuevo como si tuviera entidad propia) sobre la pared: lo que en un primer instante se presentaba como un fenómeno sobrehumano (la primera imagen fantasmagórica de la sombra sin cuerpo) se racionaliza y enseña aquí a través de la mirada de Gray, que escoge continuar el movimiento de la sombra separándola del cuerpo del vigilante.

2) En su paseo por la vieja vivienda, y tras ver a sus enigmáticos pobladores, el doctor (Jan Hieronimko) y la anciana que más tarde se revelará como la bruja vampiro (Henriette Gérard), Gray abre la puerta de una estancia e inspecciona su interior. La cámara nos enseña un primer chato del personaje en la puerta (fotograma 3) e, instantaneamente y sin cortar la toma, inicia una panorámica hacia la derecha durante la estancia hasta que, para sorpresa del espectador, la silueta del personaje principal hace aparición a la derecha del chato abriendo otra puerta para salir hacia una estancia contigua (fotograma 4): Gray, desde la entrada, se aprecia a sí mismo al otro lado de la estancia o, lo que es semejante, se desdobla en un nuevo personaje (su propia sombra, ya liberada del cuerpo físico), que vagará ya completamente por el reino de lo fantástico.

Este desdoblamiento, hasta este instante tan sólo sugerido, se materializará terminantemente en el castillo en el que el hombre que había visitado a Gray vive con sus dos hijas, Gisele (Rena Mandel) y Léone (Sybille Schmitz), esta última convaleciente por una sospechosa herida en el cuello, cuando, tras la desaparición del dueño del castillo, el personaje principal comience a leer el libro sobre “La extraña historia de los vampiros” que aquél le había confiado en la habitación de la posada: después de evitar que la joven Léone tome una pócima venenosa que el doctor pretendía suministrarle, Gray sale en su persecución hasta que, al sentarse en un banco exhausto, se queda dormido, instante en el que su cuerpo se desdobla (o su inconsciente se libera) para regresar como un espectro (o en sueños) a las estancias del castillo.

Convertido él mismo en imagen fantasmagórica, Gray será testigo de su entierro (la visión del rostro inerte del personaje principal con los ojos totalmente libres – fotograma 5 -, el chato subjetivo de la tapa sellando el sarcófago , y el posterior travelling contracenital desde el interior del ataúd con la visión de las ramas de los árboles sobre el cielo son sin lugar a dudas algunas de las imágenes más célebres del filme) antes de poder por fin dejar en libertad a la joven Léone de la terrible maldición de la bruja vampiro y ocasionar la desaparición del maléfico doctor (enterrado en vida en la bodega de un molino de trigo en el que quedará atrapado tras su huída – fotograma 6) en un increíble final que medio siglo después Peter Weir homenajearía (seamos bien pensados) en una de las más celebradas secuencias de su thriller Único testigo (1985).

David Vericat
© cinema fundamental (mayo 2016)

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